En los
artículos anteriores dedicados a las dinastías asmonea y herodiana he tenido
ocasión de señalar los continuos conflictos en que se vieron implicados los
territorios históricos de Israel, cuya identidad judía se veía amenazada por
una creciente presencia helénica. La situación llegó a ser realmente explosiva
y desembocó en dos sangrientas guerras. La primera (66-73) llevó a la
destrucción del Templo y condujo a una reconstitución del judaísmo en torno a
la tradición farisea, toda vez que la caída arrastró tras de sí a los saduceos,
ligados al sacerdocio y proclives a la colaboración con Roma. La segunda
(132-135), bajo el emperador Adriano, concluyó con la ruina de Jerusalén,
reedificada a continuación con el nombre de Aelia Capitolina como ciudad griega
en la que los judíos tenían prohibida la residencia. Se quiso incluso borrar el
recuerdo de Israel y de Judá, al reorganizar el territorio en la nueva
provincia de Siria Palestina. Son estos tan solo los episodios de mayor
envergadura en una historia plagada de motines y sublevaciones, expresión de un
conflicto cultural entre judíos y griegos[1].
Los
intelectuales de formación helenística, independientemente de que escribieran
en latín, muestran incomprensión y rechazo ante la religión y las costumbres
judías. Apión, cuya obra conocemos a través de la refutación de Flavio Josefo[2],
alentó la hostilidad antisemita de los griegos de Alejandría al difundir
historias en que se acusaba a los judíos de practicar sacrificios humanos, en
lo que viene a ser un anticipo de los libelos de sangre medievales[3].
Tácito no llega a estos extremos, pero se hace eco de una visión del éxodo que
arranca del sacerdote egipcio Manetón y que repite Apión, según la cual, los
judíos habían sido expulsados de Egipto debido a que padecían una enfermedad
repugnante; a la par que muestra una actitud de radical rechazo hacia ellos:
A fin de asegurarse la fidelidad de su pueblo
en lo sucesivo, Moisés le impuso una religión nueva y contrapuesta a las del
resto de la humanidad; es allí sacrílego cuanto nosotros tenemos por sagrado y,
a la inversa, tienen ellos permitido cuanto para nosotros es inmoral[4].
No
faltaron, empero, en el ámbito judío los helenistas que intentaron armonizar su
religión con la filosofía griega. En este campo podemos contar a Flavio Josefo,
cuya obra consiste fundamentalmente, aparte de lo que tiene de justificación de
una acción personal poco clara[5],
en un intento de dar a conocer el judaísmo en el ámbito gentil; y sobre todo a
Filón de Alejandría, autor de una monumental interpretación alegórica de la
Torá en la que aplica a esta categorías tomadas del platonismo.
Del
mismo modo, también hubo griegos que, atraídos por la superioridad ética y
religiosa del judaísmo comenzaron a frecuentar las sinagogas, son los conversos de puerta o temerosos de Dio: personas que, sin dar el difícil paso de la
conversión, se alejan del paganismo y adoran al Dios único; gentes como el
centurión Cornelio “que hacía muchas limosnas al pueblo y oraba a Dios
continuamente” (Hch 10, 1), o como el otro centurión que imploró a Jesús la
curación de su criado (Mt 8, 5-13).
En
resumen, aunque las relaciones entre judíos y griegos fueron claramente
hostiles, no faltaron quienes intentaron encontrar un terreno intermedio entre
ambos mundos. Como intentaré mostrar más adelante, entre ellos germinó el
mensaje de Jesús de Nazaret.
[1] JOHNSON, Paul, La historia de los judíos, Barcelona,
Zeta, 2010, p. 198.
[2] JOSEFO, Flavio, Sobre la antigüedad de los judíos. Contra
Apión, Madrid, Alianza Editorial, 1987.
[3] Ibidem,
VIII, 95. Según Josefo, Apión afirmaba que los judíos, tras secuestrar a un
griego, lo sacrificaban, comían sus vísceras y juraban continuar siendo
enemigos de los griegos.
[4] TÁCITO, Historias, V, 4.
[5] Ya me he referido en este blog a
su extraño comportamiento, si no abierta traición, durante la Primera Guerra
Judía.
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