Francisco Javier Bernad Morales
Muy
próximas a las creencias de los alumbrados, examinadas en anteriores artículos,
se hallaban las de Miguel de Molinos, en la actualidad conocidas con los
nombres de quietismo y de molinosismo[1].
Había nacido aquel en 1628 en la localidad turolense de Minuesa y estudiado
teología con los jesuitas en Valencia, ciudad en la que se ordenó sacerdote. Su
vida se desarrolló de manera que cabe suponer apacible, hasta que en el año
1665, la Diputación del reino de Valencia acordó enviarlo a Italia, con la
misión de postular la beatificación de Francisco Jerónimo Simó.
En Roma
entabló amistad con el cardenal Odescalchi, futuro papa Inocencio XI, y mantuvo
correspondencia con la reina Cristina de Suecia, quien en 1654 había renunciado
al trono tras convertirse al catolicismo. Al parecer las familias aristocráticas
le apreciaban como un sabio director espiritual, pese a que era de dominio
público su escaso apego a las prácticas exteriores de devoción. Sus ideas
quedaron expuestas en la Guía espiritual,
publicada en italiano (1678). Sostiene que hay dos maneras de llegar a Dios. La
meditación y la contemplación. Ambas difieren en que la primera es obra de la
inteligencia y la segunda del amor. También en que la meditación, como fruto del
raciocinio, solo conduce a verdades parciales, en tanto que la contemplación
lleva a la verdad universal. Esta se alcanza cuando el alma se desprende de
todos los objetos creados y se pone en manos de Dios. Para ello es preciso que
abandone todo razonamiento y se entregue, como una hoja en blanco, a la
voluntad del Señor. Debe permanecer inactiva, sin pensar, abismada en la nada.
Fueron numerosos
los dignatarios de la Iglesia, entre ellos varios cardenales y obispos, que se
declararon seguidores de Molinos, pero pronto este chocó con la oposición de
jesuitas y dominicos. El padre Couplet, traductor de Confucio, fue el primero
en señalar las coincidencias entre el quietismo y las concepciones budistas[2].
Por fin, en mayo de 1685, el Santo Oficio decretó la prisión de Molinos y poco
después la de setenta de sus discípulos. Algo más adelante, la cifra de
encarcelados llegó a doscientos. En el proceso resultó que Miguel de Molinos
había enseñado el desprecio a imágenes y crucifijos, así como, cuando menos,
disculpado las relaciones sexuales desordenadas, esto es, extramatrimoniales, a
las que él mismo se habría entregado. Este extremo lo habría confirmado personalmente durante los interrogatorios, aunque, dado que estos se realizaron bajo
tormento, cabe poner en duda la veracidad de la confesión. El 2 de septiembre
de 1687 fue declarado hereje y condenado a reclusión perpetua y el 20 de
noviembre su viejo amigo, Inocencio XI, ratificó la sentencia. A partir de ahí
no tenemos más noticias que la de su fallecimiento el 28 de diciembre de 1696.
En España
las ideas de Molinos no parece que suscitaran gran interés. Sin embargo sí
tuvieron una amplia repercusión en Francia, donde influyeron grandemente en
madame Guyon y en François Fénelon.
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