Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica lo que
escuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una
semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla
fructificara. Empiezo diciendo esto, porque quisiera exhortaros a que no
vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos sólo a escuchar
lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el
Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie
pueda presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa,
cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al
encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo
merece». A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le
agradaba, en cambio, lo que él había realizado en nosotros. Por ello, en
nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él había
obrado.
Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se
compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los
buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en
efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a
continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal
vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno
que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un
malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que
fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas
nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los
hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su
Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la
sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los
corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no
totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido.
Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no
hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario
ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si
volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos
además ingratos para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en
particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en
provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras
y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para
poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de mortalidad para
poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó.
Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y
fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que
fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora,
hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos
indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, confesaremos al Señor y,
con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te
damos gracias, invocando tu nombre.
De los sermones de San Agustín, obispo. Sermón 23
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