Los
escritos de Agustín en los días de Casiciaco testimonian una vida apacible,
entregada al estudio y al debate. Es uno de estos, prolongado durante varios
días, el que constituye el diálogo que comentamos. Los interlocutores son
además de Agustín, Licencio, Trigecio y Alipio. El primero, hijo de Romaniano,
un joven sensible que, tras la lectura de Virgilio, se entusiasma por la poesía; el
segundo, un militar que acaba de dejar el ejército y a quien cabe suponer de
mayor edad y madurez; y el tercero, el gran amigo de Agustín desde los tiempos
juveniles. Las intervenciones se presentan como recogidas por un taquígrafo[1],
aunque, como es natural, las notas de este hubieron de ser revisadas antes de
la publicación. Entre ellas se intercalan observaciones en que, de manera
concisa, Agustín no solo las encuadra en el lugar y momento en que fueron
pronunciadas, sino que además, con leves pinceladas, refleja el temperamento de
cada uno y sus reacciones a medida que avanza la discusión. De esta forma el
diálogo alcanza un notable grado de vivacidad. Una impresión que se ve
acentuada por el hecho de que los primeros contendientes, Licencio y Trigecio,
cuando se alcanza determinado nivel de profundidad, son sustituidos por Alipio
y Agustín.
Es
Agustín quien, a modo de ejercicio escolar, propone a sus discípulos, que
previamente han leído el Hortensio de
Cicerón, la cuestión de si es posible ser feliz sin conocer la verdad. Aunque
la pregunta pueda parecernos extraña o incluso absurda, pues seguramente todos
conocemos a personas que se nos antojan felices sin que hayamos observado nunca
en ellas el más mínimo atisbo de inquietud intelectual, ninguno de los
participantes en la disputa siente la tentación de escapar por tan vulgar
camino. Si alguno lo hubiera hecho, los demás sin duda le habrían afeado que
confundiera felicidad con embrutecimiento. Quizá le hubieran respondido de
manera condescendiente, como a un ignorante se le habla de materias que exceden a
su capacidad, que el hombre debe vivir conforme a la razón, pues esta es lo
mejor que hay en él y que, por tanto, es falsa la felicidad que estriba en
rebajarnos a vivir como las bestias, guiados por el instinto y orientados
únicamente a la satisfacción de las necesidades materiales.
La
discrepancia surge a un nivel más elevado. Mientras que Trigecio afirma que, en
efecto, solo es feliz quien conoce la verdad, Licencio sostiene que basta con
buscarla. Es este último quien invoca en su apoyo primero a Carnéades y, tras
que su contrincante confesara desconocer su doctrina, a Cicerón. De esta
manera, el diálogo se centra en el problema de si es posible el conocimiento de
la verdad.
[1] En Roma, Tirón, secretario de
Cicerón, había inventado un método de escritura rápida conocido como Notas tironianas, que constituye uno de
los primeros sistemas taquigráficos.
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