28 septiembre 2014

Contra los académicos (II)

Francisco Javier Bernad Morales

Los escritos de Agustín en los días de Casiciaco testimonian una vida apacible, entregada al estudio y al debate. Es uno de estos, prolongado durante varios días, el que constituye el diálogo que comentamos. Los interlocutores son además de Agustín, Licencio, Trigecio y Alipio. El primero, hijo de Romaniano, un joven sensible que, tras la lectura de Virgilio, se entusiasma por la poesía; el segundo, un militar que acaba de dejar el ejército y a quien cabe suponer de mayor edad y madurez; y el tercero, el gran amigo de Agustín desde los tiempos juveniles. Las intervenciones se presentan como recogidas por un taquígrafo[1], aunque, como es natural, las notas de este hubieron de ser revisadas antes de la publicación. Entre ellas se intercalan observaciones en que, de manera concisa, Agustín no solo las encuadra en el lugar y momento en que fueron pronunciadas, sino que además, con leves pinceladas, refleja el temperamento de cada uno y sus reacciones a medida que avanza la discusión. De esta forma el diálogo alcanza un notable grado de vivacidad. Una impresión que se ve acentuada por el hecho de que los primeros contendientes, Licencio y Trigecio, cuando se alcanza determinado nivel de profundidad, son sustituidos por Alipio y Agustín.

Es Agustín quien, a modo de ejercicio escolar, propone a sus discípulos, que previamente han leído el Hortensio de Cicerón, la cuestión de si es posible ser feliz sin conocer la verdad. Aunque la pregunta pueda parecernos extraña o incluso absurda, pues seguramente todos conocemos a personas que se nos antojan felices sin que hayamos observado nunca en ellas el más mínimo atisbo de inquietud intelectual, ninguno de los participantes en la disputa siente la tentación de escapar por tan vulgar camino. Si alguno lo hubiera hecho, los demás sin duda le habrían afeado que confundiera felicidad con embrutecimiento. Quizá le hubieran respondido de manera condescendiente, como a un ignorante se le habla de materias que exceden a su capacidad, que el hombre debe vivir conforme a la razón, pues esta es lo mejor que hay en él y que, por tanto, es falsa la felicidad que estriba en rebajarnos a vivir como las bestias, guiados por el instinto y orientados únicamente a la satisfacción de las necesidades materiales.

La discrepancia surge a un nivel más elevado. Mientras que Trigecio afirma que, en efecto, solo es feliz quien conoce la verdad, Licencio sostiene que basta con buscarla. Es este último quien invoca en su apoyo primero a Carnéades y, tras que su contrincante confesara desconocer su doctrina, a Cicerón. De esta manera, el diálogo se centra en el problema de si es posible el conocimiento de la verdad.





[1] En Roma, Tirón, secretario de Cicerón, había inventado un método de escritura rápida conocido como Notas tironianas, que constituye uno de los primeros sistemas taquigráficos.

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