San Agustín
Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para consigo mismo, según está escrito: Ten compasión de tu alma agradando a Dios.
Si, pues, las
obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando
están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son
obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra
miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel
bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resulta
claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congregación o asamblea de los
santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de
aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la
condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime
cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque
sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.
Por esto, nos
exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nuestros cuerpos como hostia viva,
santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable, y a que no
nos conformemos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de
nuestro espíritu. Y para probar cuál es la voluntad de Dios y cuál el bien
y el beneplácito y la perfección, ya que todo este sacrificio somos nosotros,
dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada os digo a todos y a
cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos
moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno. Pues así
como nuestro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos
los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los
dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.
Éste es el
sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos un solo cuerpo
en Cristo. Este misterio es celebrado también por la Iglesia en el sacramento
del altar, del todo familiar a los fieles, donde se demuestra que la Iglesia,
en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.
La Ciudad de Dios Libro 10,6
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