Francisco Javier Bernad Morales
Pese a
que las palabras de Jesús recogidas en Mateo 22,21 apuntan claramente a la
necesidad de separar el poder temporal y los asuntos espirituales[1],
la historia de la cristiandad es, bajo cierto aspecto, la del conflicto entre
ambos. Al respecto, a todos se nos vienen inmediatamente a la cabeza ciertas
imágenes de inusitada fuerza expresiva: la de San Ambrosio negando la comunión a Teodosio
mientras no hiciera penitencia por la matanza de Tesalónica; la de Enrique IV
humillado en Canosa sobre la nieve ante el papa Gregorio VII, o la de las
tropas del emperador Carlos V saqueando Roma como si fueran una horda bárbara.
Son solo algunos ejemplos harto conocidos que ilustran las difíciles relaciones
entre unos príncipes colocados, según la ideología de la época, al frente de
sus estados por la gracia divina, y el vicario de Cristo.
Una de
estas luchas estalló en 1296 cuando el rey francés Felipe IV, acuciado por
graves necesidades financieras, intentó establecer un impuesto sobre los bienes del clero, lo que motivó que el papa Bonifacio VIII le recordara que no podía
implantar una medida así sin su consentimiento. Aunque el pontífice pronto
adoptó una posición conciliadora, el enfrentamiento resurgió en 1301, al
ordenar el rey el arresto del obispo Saisset, acusado de traición. La situación
se complicó a causa de la hostilidad hacia el papa de la poderosa familia
romana de los Colonna, quienes le acusaron de haber causado la muerte de su
antecesor Celestino V[2].
Bonifacio excomulgó a Felipe, en tanto que este, con ayuda de los Colonna,
hacía a sus tropas ocupar la ciudad de Anagni, donde aquel se encontraba. El
papa fue insultado y quizá incluso abofeteado, pero la reacción popular hizo huir
a los agresores y Bonifacio pudo regresar a Roma, donde murió poco después
(1303).
Su
sucesor, Benedicto XI, levantó las censuras sobre el rey, pero eso no satisfizo
a este, que buscaba no el perdón, sino la condena póstuma de Bonifacio y el
agradecimiento de la Iglesia. La prematura muerte del nuevo pontífice (1304)
obligó a reunir el cónclave en un momento en que los cardenales estaban
divididos en dos grupos aparentemente inconciliables: de un lado aquellos que
querían infligir un duro castigo a los enemigos de Bonifacio y de otro, quienes
deseaban mejorar las relaciones con Felipe IV. Tras once meses de discusiones,
llegaron a la conclusión de que ninguno de ellos alcanzaría la mayoría
suficiente, y decidieron ofrecer la tiara al arzobispo de Burdeos, quien adoptó
el nombre de Clemente V.
Pese al
talente conciliador del nuevo pontífice, los conflictos con el rey de Francia
continuaron, agravados ahora por la pretensión de este de terminar con la orden
del Temple. Además de rica, era esta impopular y su fe resultaba sospechosa.
Sin duda, los motivos económicos pesaron en el ánimo de Felipe IV, pero junto a
ellos no podemos descartar el deseo de presentarse, al igual que en el caso de
Bonifacio VIII, como benefactor del catolicismo y afirmar su superioridad sobre
el papado. Tras ordenar el arresto de los caballeros templarios en Francia,
consiguió por medio de la tortura que estos confesaran toda clase de crímenes,
pero esa intromisión motivó la protesta de Clemente. Finalmente, sometido a
duras presiones, el papa aceptó que la suerte de la orden se decidiera en un
concilio. Sin embargo, Felipe IV no esperó a que este se reuniera y en mayo de
1310 hizo morir en la hoguera a cincuenta y cuatro caballeros. Cuando por fin
comenzaron las sesiones del concilio en Vienne, se constituyó una comisión que
exigió oír a los acusados, lo que fue rechazado por el rey. Ante esta
situación, Clemente, temeroso de quedar relegado a un segundo plano en lo que
tomaba visos de convertirse en un conflicto entre Felipe y el concilio, decidió
suprimir la orden por propia iniciativa. Tras esto, en marzo de 1314, el gran
maestre Jacques de Molay fue quemado vivo en París después de proclamar la
inocencia de la orden. El papa falleció en abril, y Felipe le siguió en
noviembre. Esta proximidad en las fechas originó la leyenda de que el gran
maestre los había emplazado ante el tribunal de Dios.
Ya
desde 1309, el papa se había establecido en Aviñón para escapar a los enfrentamientos
entre las familias romanas de los Colonna y los Orsini y para seguir más de
cerca los acontecimientos de Francia. Lo que se preveía como un cambio circunstancial
de residencia, se convirtió, sin embargo, en una larga estancia, pues Aviñón
permaneció como sede pontificia hasta que en 1378, Gregorio XI decidió el
regreso a Roma.
[1] Pues pagad al emperador lo del
emperador, y a Dios lo de Dios.
[2] Celestino V había sido papa
durante cinco meses en 1294. Tras su renuncia,
el cónclave eligió para sucederle a Bonifacio VIII, quien al poco tiempo
lo hizo encarcelar. Murió el 2 de mayo de 1296 y fue canonizado en 1313 durante
el pontificado de Clemente V.
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