25 octubre 2013

El cisma de Occidente (I)

Francisco Javier Bernad Morales

El retorno del papado a Roma fue seguido de inmediato por una crisis gravísima a la que hemos dado el nombre de cisma de Occidente, y durante la cual llegaron a disputarse hasta tres pontífices la cátedra de San Pedro.

Ya vimos en al artículo dedicado al papado de Aviñón que la elección de Bartolomé Prignano (abril de 1378), quien tomó el nombre de Urbano VI se había desarrollado en un ambiente de violencia, en el que el pueblo llegó a ocupar la planta inferior del palacio donde se celebraba el cónclave. El nuevo papa, el último en ser elegido sin pertenecer al colegio cardenalicio, era napolitano, lo que no desagradaba a los habitantes de Roma, quienes en ningún modo estaban dispuestos a admitir a un francés, y además gozaba de fama por la santidad de sus costumbres. Sin embargo, era una persona irritable que pronto se enemistó con los cardenales, a quienes reprochaba de manera agria y hasta ofensiva el lujo en que vivían. Trató también de manera desconsiderada al embajador de Nápoles, ya que a su juicio aquel reino estaba mal gobernado, pues tenía a su frente una mujer.

Pretextando el calor, los cardenales abandonaron Roma a principios del verano y, tras reunirse primero en Anagni y luego en Fondi, exigieron a Urbano VI que renunciara, aduciendo que su elección quedaba invalidada por las circunstancias en que se había producido. Ante la negativa de este, lo depusieron y eligieron en su lugar a Roberto de Ginebra, considerado antipapa, que adoptó el nombre de Clemente VII (20 de septiembre de 1378).

Clemente VII armó inmediatamente un ejército que marchó sobre Roma, donde sus partidarios ocupaban el castillo de Sant’Angelo, pero las armas favorecieron a Urbano, quien alcanzó dos importantes victorias en febrero y abril de 1379, que obligaron a su rival a abandonar Italia y establecerse en Aviñón. La obediencia de la cristiandad quedó dividida entre los dos pontífices. Francia, Escocia y Castilla apoyaron desde el principio a Clemente, en tanto que Inglaterra, Polonia, Hungría y los países escandinavos se mantenían fieles a Urbano. Aragón esperó a 1390 para alinearse con Clemente, mientras que Portugal y Nápoles cambiaron de bando en varias ocasiones, al igual que la mayoría de las ciudades italianas.

En los años siguientes ambas partes persiguieron el sometimiento del adversario por medio de las armas en lo que se ha dado en llamar via facti para recuperar la unidad. Urbano llegó incluso a otorgar el título de cruzados a quienes luchaban a su lado. Aunque también hubo combates en Flandes y en Castilla, Italia fue el principal teatro de operaciones. Allí Urbano apoyó a Carlos de Durazzo contra la reina Juana de Anjou en la lucha por el trono de Nápoles, aunque pronto se enemistó con él. Cuando en  1389 murió el papa de Roma, los cardenales que él había creado desaprovecharon la oportunidad de terminar con el cisma y eligieron a Bonifacio IX. Otro tanto ocurrió con el papado de Aviñón, pues al fallecimiento de Clemente, sus cardenales nombraron al aragonés Pedro Martínez de Luna, Benedicto XIII.

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