21 octubre 2013

El papado de Aviñón (y 2)

Francisco Javier Bernad Morales

Si bien en aquellos tiempos Aviñón no pertenecía al reino de Francia del que se hallaba separada por el Ródano, el traslado de la sede pontificia estuvo acompañado por un desmesurado crecimiento de la influencia francesa en los asuntos de la Iglesia, como lo prueba el hecho de que de los ciento diez cardenales nombrados entre 1316 y 1375, noventa tuvieran esa procedencia[1], al igual que los siete papas del período.

Tras la muerte de Felipe IV, las relaciones con la monarquía fueron buenas, sin que se produjera ningún conflicto de importancia. Aviñón era, además, una ciudad pacífica, fácil de defender y mejor comunicada que Roma con la mayor parte de los reinos europeos. Aunque, como es natural, los papas mantuvieran vivo el deseo de retornar a sus estados italianos, el exilio no les resultó en absoluto penoso. Fruto de una literatura polémica, ha quedado una imagen negativa del papado de Aviñón, que no parece ajustarse totalmente a la realidad. No todos los pontífices fueron alegres vividores preocupados tan solo por aumentar su poder y riqueza. Al contrario, hubo entre ellos hombres virtuosos. Todos coincidieron, eso sí, en el intento de incrementar su control sobre las iglesias locales y en el agobio por los problemas financieros, dada la desproporción entre los recursos y los ingentes gastos provocados por las intervenciones en Italia y la construcción del palacio pontificio. Esto llevó a evidentes abusos, como la dispensa a los obispos de la visita a sus diócesis a cambio de sumas de dinero, o el cobro de tasas a los clérigos nombrados para ocupar un cargo.

Durante el pontificado de Juan XXII, los problemas de Italia se solaparon con los de Alemania, donde desde 1314 se disputaban la corona imperial Luis de Baviera y Federico de Austria. Aunque este último renunció a sus pretensiones en 1325, Juan XXII se negó a coronar a Luis IV a quien excomulgó y acusó de herejía por el apoyo dado a Guillermo de Occam y Miguel de Cesena[2]. El emperador respondió ocupando Roma y haciendo proclamar al antipapa[3] Nicolás V, pero una sublevación popular le obligó a abandonar la ciudad (1328). Benedicto XII (1334-1342) intentó recuperar posiciones en Italia por medios diplomáticos, en tanto que su sucesor, Clemente VI (1342-1352) hubo de hacer frente al movimiento republicano dirigido por Cola di Rienzo  (1347). Si bien en un primer momento el papa se mostró favorable a una revuelta que debilitaba a las grandes familias romanas, pronto cambió de opinión y prefirió aliarse con la nobleza, declarando hereje al tribuno. Este, que comenzaba a perder el favor popular, se vio obligado a huir y encontró refugio entre los fraticelli[4]. Tras un tiempo, los abandonó para marchar a Alemania, donde esperaba encontrar apoyo en el emperador Carlos IV, pero este lo hizo detener y lo entregó al papa.  La muerte del pontífice le evitó la condena, ya que su sucesor, Inocencio VI, pensó que podía serle útil para someter a la aristocracia y lo envió a Roma junto con el cardenal Gil Álvarez de Albornoz al frente de un ejército de mercenarios. Recibido con entusiasmo por el pueblo, fue nombrado dictador. Pronto se rompió el encanto y a los pocos meses una revuelta terminó con su vida. Con todo, se habían puesto las bases que permitieron en los años siguientes  que Gil Álvarez de Albornoz recuperara la mayor parte de los Estados Pontificios. Fue un triunfo efímero, pues a la muerte del cardenal (1367), ya bajo Urbano V, el centro de Italia se sumió de nuevo en la inestabilidad.

Urbano V deseó instalarse en Roma, ciudad a la que llegó en 1367, pero  encontró un ambiente intranquilo, lo que le impulsó al cabo de tres años a volver al apacible Aviñón. El retorno a Roma se produjo bajo su sucesor, Gregorio XI (1370-1378). Fue una decisión tomada bajo el influjo de Santa Catalina de Siena, pero la situación en la ciudad distaba mucho de la tranquilidad y el papa llegó a temer por su seguridad, por lo que planeó la vuelta a Aviñón; algo que la muerte le impidió realizar.

El cónclave para elegir un nuevo papa se desarrolló con los cardenales profundamente enfrentados y sometidos a la presión tumultuosa del pueblo romano, temeroso de que si era elegido un francés, el papado retornara a Aviñón. Finalmente, fue elegido el arzobispo de Bari, Bartolomeo de Prignano, quien adoptó el nombre de Urbano VI. De nuevo Roma era la sede pontificia, pero la división del colegio cardenalicio anunciaba ya el inminente cisma. 





[1] RAPP, Francis, La Iglesia y la vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media, Barcelona, Labor, 1973, p. 11.
[2] Franciscanos, Guillermo de Occam, opuesto al aristotelismo tomista, fue uno de los más grandes filósofos medievales, en tanto que Miguel de Cesena ocupó el puesto de ministro general de la orden. Ambos, junto con Bonagracia de Bérgamo, adoptaron en principio una posición conciliadora tendente a evitar la condena de los franciscanos espirituales, quienes afirmaban que Cristo y los Apóstoles no  habían poseído nada ni privada ni comunitariamente y defendían una interpretación literal y extrema de la regla de su orden. Pero obligados a tomar una postura clara, terminarán defendiendo las tesis de los espirituales y declarando hereje a Juan XXII. Los tres permanecieron confinados en Aviñón de donde pudieron huir gracias a la ayuda de Luis de Baviera.
[3] Antipapa es quien pretende ocupar el lugar del papa sin haber sido elegido canónicamente. Es preciso no confundir al antipapa Nicolás V, que se sometió a Juan XXII en 1330 y terminó sus días en Aviñón, con el papa Nicolás V, pontífice entre 1447 y 1455.
[4] Los fraticelli eran un grupo radical surgido de los franciscanos espirituales durante el pontificado de Juan XXII. Llevaban al extremo el ideal de pobreza y distinguían entre una iglesia carnal y otra espiritual. Fueron condenados como herejes. Las disputas en torno a la interpretación del ideal de pobreza franciscano aparecen retratadas de una manera extremadamente sugerente en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa.

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