Francisco Javier Bernad Morales
Si bien
en aquellos tiempos Aviñón no pertenecía al reino de Francia del que se hallaba
separada por el Ródano, el traslado de la sede pontificia estuvo acompañado por
un desmesurado crecimiento de la influencia francesa en los asuntos de la
Iglesia, como lo prueba el hecho de que de los ciento diez cardenales nombrados
entre 1316 y 1375, noventa tuvieran esa procedencia[1],
al igual que los siete papas del período.
Tras la
muerte de Felipe IV, las relaciones con la monarquía fueron buenas, sin que se
produjera ningún conflicto de importancia. Aviñón era, además, una ciudad
pacífica, fácil de defender y mejor comunicada que Roma con la mayor parte de
los reinos europeos. Aunque, como es natural, los papas mantuvieran vivo el
deseo de retornar a sus estados italianos, el exilio no les resultó en absoluto
penoso. Fruto de una literatura polémica, ha quedado una imagen negativa del
papado de Aviñón, que no parece ajustarse totalmente a la realidad. No todos
los pontífices fueron alegres vividores preocupados tan solo por aumentar su
poder y riqueza. Al contrario, hubo entre ellos hombres virtuosos. Todos coincidieron,
eso sí, en el intento de incrementar su control sobre las iglesias locales y en
el agobio por los problemas financieros, dada la desproporción entre los
recursos y los ingentes gastos provocados por las intervenciones en Italia y la
construcción del palacio pontificio. Esto llevó a evidentes abusos, como la
dispensa a los obispos de la visita a sus diócesis a cambio de sumas de dinero,
o el cobro de tasas a los clérigos nombrados para ocupar un cargo.
Durante
el pontificado de Juan XXII, los problemas de Italia se solaparon con los de
Alemania, donde desde 1314 se disputaban la corona imperial Luis de Baviera y
Federico de Austria. Aunque este último renunció a sus pretensiones en 1325,
Juan XXII se negó a coronar a Luis IV a quien excomulgó y acusó de herejía por
el apoyo dado a Guillermo de Occam y Miguel de Cesena[2].
El emperador respondió ocupando Roma y haciendo proclamar al antipapa[3]
Nicolás V, pero una sublevación popular le obligó a abandonar la ciudad (1328).
Benedicto XII (1334-1342) intentó recuperar posiciones en Italia por medios
diplomáticos, en tanto que su sucesor, Clemente VI (1342-1352) hubo de hacer
frente al movimiento republicano dirigido por Cola di Rienzo (1347). Si bien en un primer momento el papa
se mostró favorable a una revuelta que debilitaba a las grandes familias
romanas, pronto cambió de opinión y prefirió aliarse con la nobleza, declarando
hereje al tribuno. Este, que comenzaba a perder el favor popular, se vio
obligado a huir y encontró refugio entre los fraticelli[4].
Tras un tiempo, los abandonó para marchar a Alemania, donde esperaba encontrar
apoyo en el emperador Carlos IV, pero este lo hizo detener y lo entregó al
papa. La muerte del pontífice le evitó
la condena, ya que su sucesor, Inocencio VI, pensó que podía serle útil para someter
a la aristocracia y lo envió a Roma junto con el cardenal Gil Álvarez de
Albornoz al frente de un ejército de mercenarios. Recibido con entusiasmo por
el pueblo, fue nombrado dictador. Pronto se rompió el encanto y a los pocos meses una
revuelta terminó con su vida. Con todo, se habían puesto las bases que permitieron
en los años siguientes que Gil Álvarez
de Albornoz recuperara la mayor parte de los Estados Pontificios. Fue un triunfo
efímero, pues a la muerte del cardenal (1367), ya bajo Urbano V, el centro de
Italia se sumió de nuevo en la inestabilidad.
Urbano
V deseó instalarse en Roma, ciudad a la que llegó en 1367, pero encontró un ambiente intranquilo, lo que le
impulsó al cabo de tres años a volver al apacible Aviñón. El retorno a Roma se
produjo bajo su sucesor, Gregorio XI (1370-1378). Fue una decisión tomada bajo
el influjo de Santa Catalina de Siena, pero la situación en la ciudad distaba
mucho de la tranquilidad y el papa llegó a temer por su seguridad, por lo que
planeó la vuelta a Aviñón; algo que la muerte le impidió realizar.
El
cónclave para elegir un nuevo papa se desarrolló con los cardenales
profundamente enfrentados y sometidos a la presión tumultuosa del pueblo romano,
temeroso de que si era elegido un francés, el papado retornara a Aviñón.
Finalmente, fue elegido el arzobispo de Bari, Bartolomeo de Prignano, quien
adoptó el nombre de Urbano VI. De nuevo Roma era la sede pontificia, pero la
división del colegio cardenalicio anunciaba ya el inminente cisma.
[1] RAPP, Francis, La Iglesia y la vida religiosa en Occidente
a fines de la Edad Media, Barcelona, Labor, 1973, p. 11.
[2] Franciscanos,
Guillermo de Occam, opuesto al aristotelismo tomista, fue uno de los más
grandes filósofos medievales, en tanto que Miguel de Cesena ocupó el puesto de
ministro general de la orden. Ambos, junto con Bonagracia de Bérgamo, adoptaron
en principio una posición conciliadora tendente a evitar la condena de los
franciscanos espirituales, quienes afirmaban que Cristo y los Apóstoles no habían poseído nada ni privada ni
comunitariamente y defendían una interpretación literal y extrema de la regla
de su orden. Pero obligados a tomar una postura clara, terminarán defendiendo
las tesis de los espirituales y declarando hereje a Juan XXII. Los tres permanecieron
confinados en Aviñón de donde pudieron huir gracias a la ayuda de Luis de
Baviera.
[3] Antipapa es quien pretende
ocupar el lugar del papa sin haber sido elegido canónicamente. Es preciso no
confundir al antipapa Nicolás V, que se sometió a Juan XXII en 1330 y terminó
sus días en Aviñón, con el papa Nicolás V, pontífice entre 1447 y 1455.
[4] Los fraticelli eran un grupo radical surgido de los franciscanos
espirituales durante el pontificado de Juan XXII. Llevaban al extremo el ideal
de pobreza y distinguían entre una iglesia carnal y otra espiritual. Fueron
condenados como herejes. Las disputas en torno a la interpretación del ideal de
pobreza franciscano aparecen retratadas de una manera extremadamente sugerente
en la novela de Umberto Eco, El nombre de
la rosa.
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