18 septiembre 2013

La viña de Nabot

Francisco Javier Bernad Morales

El episodio narrado en I Reyes 21 muestra con tanta claridad como el del adulterio de David y el asesinato de Urías, las exigencias éticas a que estaba sujeta la monarquía en Israel y la acción vigilante de unos profetas que, inspirados por Yahveh, denuncian sin temor los abusos de los poderosos. No creo incurrir en una exageración al afirmar que en la Biblia hallamos el precedente del J’accuse[1] de Zola, de esa función de conciencia pública que durante algún tiempo, antes de la trahison des clercs[2], se atribuyeron los intelectuales. 

Aunque todos los lectores la conocerán, expondré sumariamente la narración bíblica. El rey Ajab, cuyo reinado podemos situar en la primera mitad del siglo IX a. C., se encaprichó de la viña de uno de sus súbditos, Nabot, y le ofreció comprársela. Pero este rechazó la oferta, por no querer deshacerse del patrimonio de sus antepasados. Eso sumió al rey en un profundo disgusto, que no pasó desapercibido a su esposa Jezabel, quien hizo condenar a Nabot con falsas acusaciones, a fin de apoderarse de sus bienes, lo que fue denunciado como un crimen por Elías.

Al respecto, caben algunas consideraciones. Llama la atención que Ajab, presentado como un monarca impío e idólatra, no ose, sin embargo, utilizar su poder para hacerse con aquello que desea. Ese papel queda reservado a Jezabel, una princesa fenicia que, al enterarse del motivo por el que su marido ha perdido la alegría pregunta:

-¿Y tú ejerces ahora la realeza sobre Israel? (I Reyes 21, 7).

Se diría que en su mentalidad no encaja la idea de que el rey haya de renunciar a algo por la negativa de un súbdito a complacerle. Evita, sin embargo, apropiarse de la viña mediante un puro acto de fuerza. Prefiere actuar con disimulo, pagando a falsos testigos para que acusen a Nabot de haber maldecido a Yahveh y al rey. Ella misma parece, pues, consciente de que Israel no habría tolerado una demostración de despotismo. Incluso Ajab, cuando Elías le reprocha su crimen, no reacciona de manera airada, sino que, al contrario, muestra su pesar y arrepentimiento. 

Nos indica esto que incluso un rey injusto sabía que su poder se hallaba limitado por la ley. Obviamente, esta no se entendía como fruto de un acuerdo entre los hombres o de la voluntad de un soberano, sino como expresión del orden querido por Dios, y por él mismo revelado. Elías, al increpar a Ajab, no actúa por iniciativa propia, sino que, como profeta, lo hace inspirado por Yahveh. Es este quien profiere la condena en nombre de una justicia divina intemporal.

Parece significativo que en los relatos históricos de Israel se hallen algunas expresiones claramente reticentes ante la monarquía. Recordemos el episodio de Abimélek (Jueces, 9), proclamado rey en Siquem tras haber asesinado a sus hermanos, y cuya muerte es presentada como un castigo divino.

En la historia del ascenso de Saúl, encontramos una fuerte advertencia de Samuel a quienes le piden ser gobernados por un rey como el resto de las naciones. El profeta les avisa de que el monarca se apoderará de sus campos y les obligará a trabajar a su servicio, les cobrará impuestos y ellos quedarán reducidos a la condición de siervos. Acepta, sin embargo, su petición, pues así se lo ha ordenado el Señor.

-Atiende la voz del pueblo en todo lo que te digan, pues no es a ti a quien recusan, sino que a Mí recusan para que no reine sobre ellos (I Samuel, 8, 7).

El pueblo al aceptar a uno de entre ellos como señor, corre el peligro de apartarse del Único Señor. A partir de entonces, los profetas serán la voz que recuerde constantemente a los poderosos que su orgullo y su arrogancia no son nada ante los ojos Dios, quien les impone la obligación de tratar a los débiles con justicia.


[1] J’accuse es el título de un artículo publicado en 1898 por Émile Zola. En él el novelista salía en defensa del oficial judío Alfred Dreyfuss, condenado sin pruebas por traición, cuando el auténtico culpable era Ferdinand Esterhazy.
[2] La trahison des clercs es la obra más conocida del filósofo francés Julien Benda (1867-1956). En ella reprocha a los intelectuales haberse dejado arrastrar por las pasiones políticas de raza, nación o clase, sacrificando los valores abstractos e intemporales de verdad, razón, justicia y libertad.

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