17 febrero 2014

Diálogo de las cosas ocurridas en Roma

Francisco Javier Bernad Morales

El Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, conocido también como Diálogo de Lactancio y un arcediano, es una obra escrita por Alfonso de Valdés en 1527, con motivo del saqueo de Roma y la prisión del papa Clemente VII, por las tropas del emperador Carlos V. Los hechos se habían iniciado el 5 de mayo, cuando las fuerzas imperiales, integradas por españoles, alemanes e italianos, a las órdenes del duque de Borbón, muerto en los primeros enfrentamientos, tomaron la ciudad por asalto, obligando al papa a refugiarse en el castillo de Sant’Angelo. Los soldados, a quienes se debían dos meses de paga, se lanzaron sobre las riquezas no solo de los particulares, sino también de las iglesias y los palacios de los cardenales, incluso de aquellos que se habían mantenido fieles al emperador. Durante varios días, Roma permaneció sometida a un terror anárquico en que al expolio se unieron violaciones, asesinatos y toda suerte de atrocidades. El ejército del emperador católico, al contrario que los visigodos de Alarico, no vaciló en profanar los lugares más santos.

En este contexto escribe Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador, el diálogo que nos ocupa, con el propósito de hacer recaer sobre el papa toda la responsabilidad por lo ocurrido y, a la vez, mostrar que Roma, a causa de sus vicios y pecados, se había hecho acreedora al castigo divino. Son estas las ideas que Lactancio, trasunto de Valdés, expone en Valladolid a su viejo amigo el arcediano del Viso, recién llegado desde Roma y aún horrorizado por lo vivido.

A los reproches del arcediano contra Carlos V, opone Lactancio el hecho de que ha sido Clemente VII el iniciador de las hostilidades, al urdir una alianza antiimperial, llegando incluso a eximir al rey de Francia, Francisco I, del cumplimiento de los juramentos hechos en el tratado de Madrid. Así, el papa, que debería ser un ejemplo de virtud para los cristianos, se había lanzado a la guerra para ampliar sus dominios territoriales. Preferible hubiera sido que renunciara al señorío temporal para atender mejor a los asuntos espirituales. En cuanto a las atrocidades cometidas por los imperiales, no las disculpa, pero sí recuerda que otras similares o peores habían sido perpetradas poco antes por el ejército papal en tierras de los Colonna. No se trata de responder a las críticas con el  manido recurso del “y tú más” a que nos tienen acostumbrados los políticos y los medios de comunicación actuales, sino de constatar que una vez desencadenado el conflicto bélico, la crueldad se sigue de manera irremediable, por lo que la culpa corresponde al agresor, en este caso el papa.

Toda esta primera parte del diálogo constituye un ataque radical y sistemático a la actuación de Clemente VII, pero la segunda va mucho más allá. No se trata ya de mostrar los errores cometidos por una persona concreta, sino de desvelar el estado de degradación en que ha caído la Iglesia y que la ha hecho merecedora del castigo divino. Frente a la predilección de Cristo por los pobres, insiste Lactancio, los dignatarios eclesiásticos solo persiguen acumular riquezas y darse a una vida disipada. En Roma se venden indulgencias, bulas, cargos y dispensas, convirtiendo los méritos espirituales en objeto de un lucrativo comercio. Nada escapa a la voracidad del papa y de los cardenales. Debido al dinero que producen, se fomenta la veneración de imágenes y reliquias con grave riesgo de que el pueblo incurra en idolatría. Se permite que los santos ocupen en la devoción popular el lugar de los dioses paganos, de tal modo que a muchos fieles, mejor que el nombre de cristianos correspondería el de gentiles. Numerosos sacerdotes viven amancebados, haciendo escarnio del voto de castidad. Mejor sería que se les permitiera casarse, llega a decir, ante el estupor del arcediano.

Pero la crítica aún se endurece más. En vista de que los eclesiásticos no hicieron caso de las advertencias de los profetas, de los evangelistas y de los santos, Dios suscitó a Erasmo de Rotterdam para que denunciara los males de la Iglesia, y como tampoco fue escuchado, envió a Martín Lutero. Tampoco este fue oído, así que finalmente el Señor ha permitido que Roma sea saqueada. La mención de Lutero en este contexto suscita naturalmente la protesta del arcediano, lo que da motivo a Lactancio para afirmar que fue la Iglesia al responder a sus primeras críticas con la excomunión, la que lo empujo a la herejía.

Estamos ante uno los textos capitales del erasmismo español. Una severa crítica a la Iglesia en nombre de una espiritualidad íntima y profunda, alejada de fastos exteriores y de manifestaciones excesivas; también, de un fuerte compromiso con los más necesitados y de una actitud irénica de rechazo a la guerra. Intentaremos ahora acercarnos al autor.

Nacido en Cuenca, posiblemente hacia 1490, hermano quizá gemelo del también humanista Juan de Valdés, ignoramos todo acerca de sus años de formación, excepto que la familia era de origen converso[1] y que su padre fue regidor de la ciudad. Entre 1520 y 1521, gracias a unas cartas dirigidas a Pedro Mártir de Anglería, sabemos que acompaña a la corte imperial en Bruselas, Aquisgrán y Worms. Por entonces cuenta con la protección del gran canciller Mercurino Gattinara, como él ferviente admirador de Erasmo de Rotterdam, y obtiene importantes cargos, entre ellos el de secretario de cartas latinas, que lo sitúan en el entorno inmediato de Carlos V, a cuyo lado permanecerá el resto de su vida. En 1530 asiste a la Dieta de Augsburgo, durante la cual mantiene conversaciones con Melanchthon, favorecidas por el talante conciliador de ambos. Sin embargo, a esas alturas la brecha entre luteranos y católicos era ya demasiado grande como para que pudiera salvarse mediante el sosegado intercambio de opiniones entre dos humanistas bienintencionados y comprensivos. Ambos bandos se encaminaban hacia el triunfo de sus respectivos radicales.

Alfonso de Valdés no llegó a ver la ruina del erasmismo español, pues la muerte le alcanzó en Viena en 1532. Un año más tarde, el encarcelamiento del también descendiente de conversos y admirador de Erasmo, Juan de Vergara, marcó el inicio del fin de lo que no fue sino una breve primavera.





[1] Un tío materno fue quemado en 1491, acusado de judaizar. También el padre y un hermano mayor fueron procesados más adelante por la Inquisición, aunque solo sufrieron penas menores.

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