Francisco Javier Bernad Morales
En este
contexto escribe Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador,
el diálogo que nos ocupa, con el propósito de hacer recaer sobre el papa toda
la responsabilidad por lo ocurrido y, a la vez, mostrar que Roma, a causa de
sus vicios y pecados, se había hecho acreedora al castigo divino. Son estas las
ideas que Lactancio, trasunto de Valdés, expone en Valladolid a su viejo amigo
el arcediano del Viso, recién llegado desde Roma y aún horrorizado por lo
vivido.
A los
reproches del arcediano contra Carlos V, opone Lactancio el hecho de que ha
sido Clemente VII el iniciador de las hostilidades, al urdir una alianza antiimperial,
llegando incluso a eximir al rey de Francia, Francisco I, del cumplimiento de los
juramentos hechos en el tratado de Madrid. Así, el papa, que debería ser un
ejemplo de virtud para los cristianos, se había lanzado a la guerra para
ampliar sus dominios territoriales. Preferible hubiera sido que renunciara al
señorío temporal para atender mejor a los asuntos espirituales. En cuanto a las
atrocidades cometidas por los imperiales, no las disculpa, pero sí recuerda que
otras similares o peores habían sido perpetradas poco antes por el ejército
papal en tierras de los Colonna. No se trata de responder a las críticas con
el manido recurso del “y tú más” a que
nos tienen acostumbrados los políticos y los medios de comunicación actuales,
sino de constatar que una vez desencadenado el conflicto bélico, la crueldad se
sigue de manera irremediable, por lo que la culpa corresponde al agresor, en
este caso el papa.
Toda
esta primera parte del diálogo constituye un ataque radical y sistemático a la
actuación de Clemente VII, pero la segunda va mucho más allá. No se trata ya de
mostrar los errores cometidos por una persona concreta, sino de desvelar el
estado de degradación en que ha caído la Iglesia y que la ha hecho merecedora
del castigo divino. Frente a la predilección de Cristo por los pobres, insiste
Lactancio, los dignatarios eclesiásticos solo persiguen acumular riquezas y
darse a una vida disipada. En Roma se venden indulgencias, bulas, cargos y
dispensas, convirtiendo los méritos espirituales en objeto de un lucrativo comercio.
Nada escapa a la voracidad del papa y de los cardenales. Debido al dinero que
producen, se fomenta la veneración de imágenes y reliquias con grave riesgo de
que el pueblo incurra en idolatría. Se permite que los santos ocupen en la devoción
popular el lugar de los dioses paganos, de tal modo que a muchos fieles, mejor
que el nombre de cristianos correspondería el de gentiles. Numerosos sacerdotes
viven amancebados, haciendo escarnio del voto de castidad. Mejor sería que se
les permitiera casarse, llega a decir, ante el estupor del arcediano.
Pero la
crítica aún se endurece más. En vista de que los eclesiásticos no hicieron caso
de las advertencias de los profetas, de los evangelistas y de los santos, Dios
suscitó a Erasmo de Rotterdam para que denunciara los males de la Iglesia, y
como tampoco fue escuchado, envió a Martín Lutero. Tampoco este fue oído, así
que finalmente el Señor ha permitido que Roma sea saqueada. La mención de
Lutero en este contexto suscita naturalmente la protesta del arcediano, lo que
da motivo a Lactancio para afirmar que fue la Iglesia al responder a sus primeras críticas con la excomunión, la que lo empujo a la herejía.
Estamos
ante uno los textos capitales del erasmismo español. Una severa crítica a la
Iglesia en nombre de una espiritualidad íntima y profunda, alejada de fastos
exteriores y de manifestaciones excesivas; también, de un fuerte compromiso con
los más necesitados y de una actitud irénica de rechazo a la guerra.
Intentaremos ahora acercarnos al autor.
Nacido
en Cuenca, posiblemente hacia 1490, hermano quizá gemelo del también humanista
Juan de Valdés, ignoramos todo acerca de sus años de formación, excepto que la
familia era de origen converso[1]
y que su padre fue regidor de la ciudad. Entre 1520 y 1521, gracias a unas
cartas dirigidas a Pedro Mártir de Anglería, sabemos que acompaña a la corte
imperial en Bruselas, Aquisgrán y Worms. Por entonces cuenta con la protección
del gran canciller Mercurino Gattinara, como él ferviente admirador de Erasmo
de Rotterdam, y obtiene importantes cargos, entre ellos el de secretario de
cartas latinas, que lo sitúan en el entorno inmediato de Carlos V, a cuyo lado
permanecerá el resto de su vida. En 1530 asiste a la Dieta de Augsburgo,
durante la cual mantiene conversaciones con Melanchthon, favorecidas por el
talante conciliador de ambos. Sin embargo, a esas alturas la brecha entre
luteranos y católicos era ya demasiado grande como para que pudiera salvarse
mediante el sosegado intercambio de opiniones entre dos humanistas
bienintencionados y comprensivos. Ambos bandos se encaminaban hacia el triunfo
de sus respectivos radicales.
Alfonso
de Valdés no llegó a ver la ruina del erasmismo español, pues la muerte le alcanzó
en Viena en 1532. Un año más tarde, el encarcelamiento del también descendiente
de conversos y admirador de Erasmo, Juan de Vergara, marcó el inicio del fin de
lo que no fue sino una breve primavera.
[1] Un tío materno fue quemado en 1491, acusado de judaizar. También el padre y un hermano mayor fueron procesados más
adelante por la Inquisición, aunque solo sufrieron penas menores.
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