San
Agustín
Confesiones XI, 2, 3
Dios y Señor mío:
está atento a mi corazón y escuche tu misericordia mi deseo, porque no solo me abrasa en orden a mí, sino también en orden
a servir a la caridad fraterna; y que así es, lo ves tú en mi corazón.
Que yo te sacrifique la
servidumbre de mi inteligencia y de mi lengua; mas dame qué te ofrezca, porque soy pobre y necesitado y tú rico para
todos los que te invocan, y que seguro tienes cuidado de nosotros.
Circuncida mis labios interiores y exteriores de toda temeridad y de toda
mentira. Tus Escrituras sean mis castas delicias: ni yo me engañe en ellas ni
con ellas engañe a otros. Atiende, Señor, y ten compasión; Señor, Dios mío, luz
de los ciegos y fortaleza de los débiles y luego luz de los que ven y fortaleza
de los fuertes, atiende a mi alma, que clama de lo profundo, y óyela. Porque si
no estuvieren aun en lo profundo tus oídos, ¿adónde iríamos, adónde
clamaríamos?
Tuyo es el día, tuya es la noche: a tu voluntad vuelan los
momentos. Dame espacio para meditar en los entresijos de tu ley y no quieras
cerrarla contra los que pulsan, pues no en vano quisiste que se escribiesen los
oscuros secretos de tantas páginas. ¿O es que estos bosques no tienen sus
ciervos, que en ellos se alberguen, y recojan, y paseen, y pasten, y descansen,
y rumien? ¡Oh Señor!, perfeccióname y revélamelos. Ved que tu voz es mi gozo;
tu voz sobre toda afluencia de deleites. Dame lo que amo, porque ya amo, y esto
es don tuyo. No abandones tus dones ni desprecies a tu hierba sedienta. Te
confesaré cuanto descubriere en tus libros y
oiré la voz de la alabanza, y beberé de ti, y consideraré las maravillas de tu ley desde el
principio, en el que hiciste el cielo y la tierra, hasta el reino de la tu
santa ciudad, contigo perdurable.
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