De la carta de San Agustín, obispo, a Proba
Carta 130,8,15.17- 9,18
¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos
preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no procedan con
rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor,
eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la
dulzura del Señor, contemplando su templo? En aquella morada, los días no
consisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un
día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y
ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida
verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con
muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos
mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras
necesidades aun antes de que se las expongamos.
Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que
conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos
que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues
él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración,
se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces
de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y
nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice:
Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.
Cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más
ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo; se trata de un
don realmente inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata de un color;
ni el oído oyó, pues no es ningún sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya
que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.
Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la
esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrumpido. Pero, además, en
determinados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que,
amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos
tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos
animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto
mayor, cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido. Por
tanto, aquello que nos dice el Apóstol: Sed constantes en orar, ¿qué otra cosa
puede significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es
la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?
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