Ya
antes de abandonar Cartago, Agustín, tras conocer a Fausto, reputado como uno
de los más doctos entre los maniqueos, había sentido un profundo desengaño.
Como afirmó más tarde (Confesiones V,
3, 3), estimó más probables las
explicaciones dadas por los filósofos que las fábulas de quien no hubo sino de
parecerle un elocuente charlatán. No carece de interés el que, sumido en las
dudas, adopte como criterio de acción el de probabilidad, establecido por
Carnéades y defendido por Cicerón. En Contra
los Académicos (II, XII), se burla, sin embargo, de quienes dicen guiarse
por lo semejante a la verdad en tanto afirman desconocer esta. Al desencanto no
le siguió, empero, un inmediato alejamiento. En Roma, donde llegó a finales del
383, se alojó en casa de un maniqueo, para quien probablemente Fausto y otros
correligionarios africanos le habían dado cartas de presentación. Aunque la
secta no le producía ya ningún entusiasmo, seguía frecuentando a sus
partidarios, con quienes aún compartía algunas ideas sobre la naturaleza del
mal (Confesiones V, 10,20). Si bien
Carnéades y Cicerón, entre otros, le habían ayudado a encontrar las
inconsistencias del maniqueísmo, también habían sembrado en él cierta pereza
que le dificultaba la búsqueda de una verdad, considerada inalcanzable. Entra así
en un período escéptico, del que no sale sino cuando, gracias a la protección
del pagano Símaco, obtiene en Milán, a la sazón políticamente más relevante que
Roma, un puesto de maestro de retórica. Eso le dio la oportunidad de visitar a
Ambrosio y de escuchar sus sermones. Agustín cuenta que quedó impresionado y
que de inmediato experimentó una gran admiración y amor por él. Sin embargo, a
lo que parece, su entusiasmo no fue correspondido. Quizá se debiera a la
diferencia de temperamento entre los dos padres de la Iglesia o quizá,
simplemente, el enérgico y atareado obispo, solicitado por mil preocupaciones,
no llegó a apreciar cabalmente la valía del profesor africano.
En
cualquier caso, en Milán, donde se le une su madre Mónica, a la que mediante un
engaño había abandonado en África, Agustín comienza a desprenderse por completo
no ya de los restos de maniqueísmo, sino sobre todo del escepticismo académico,
por él sentido como paralizante. Es posible que su reacción contra ellos, a los
que por otra parte siempre apreció, encierre un punto de excesivo
apasionamiento. Quizá las posiciones de Carnéades y, sobre todo, de Cicerón no
sean, salvando el abismo temporal, muy distintas de las de Kant. También este
sostiene la imposibilidad de alcanzar el conocimiento del noúmeno, la cosa en
sí, quedando al alcance de nuestra razón solo el estudio de los fenómenos; y,
sin embargo, eso no le impide fundamentar una ética formal extremadamente
rigurosa. Pero la sed de verdad que acuciaba a Agustín no podía saciarse en ese
tan razonable como elegante agnosticismo, por más que fuera capaz de vestir los
ropajes más austeros.
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