18 octubre 2014

Contra los académicos (IV)

Francisco Javier Bernad Morales

Ya antes de abandonar Cartago, Agustín, tras conocer a Fausto, reputado como uno de los más doctos entre los maniqueos, había sentido un profundo desengaño. Como afirmó más tarde (Confesiones V, 3,  3), estimó más probables las explicaciones dadas por los filósofos que las fábulas de quien no hubo sino de parecerle un elocuente charlatán. No carece de interés el que, sumido en las dudas, adopte como criterio de acción el de probabilidad, establecido por Carnéades y defendido por Cicerón. En Contra los Académicos (II, XII), se burla, sin embargo, de quienes dicen guiarse por lo semejante a la verdad en tanto afirman desconocer esta. Al desencanto no le siguió, empero, un inmediato alejamiento. En Roma, donde llegó a finales del 383, se alojó en casa de un maniqueo, para quien probablemente Fausto y otros correligionarios africanos le habían dado cartas de presentación. Aunque la secta no le producía ya ningún entusiasmo, seguía frecuentando a sus partidarios, con quienes aún compartía algunas ideas sobre la naturaleza del mal (Confesiones V, 10,20). Si bien Carnéades y Cicerón, entre otros, le habían ayudado a encontrar las inconsistencias del maniqueísmo, también habían sembrado en él cierta pereza que le dificultaba la búsqueda de una verdad, considerada inalcanzable. Entra así en un período escéptico, del que no sale sino cuando, gracias a la protección del pagano Símaco, obtiene en Milán, a la sazón políticamente más relevante que Roma, un puesto de maestro de retórica. Eso le dio la oportunidad de visitar a Ambrosio y de escuchar sus sermones. Agustín cuenta que quedó impresionado y que de inmediato experimentó una gran admiración y amor por él. Sin embargo, a lo que parece, su entusiasmo no fue correspondido. Quizá se debiera a la diferencia de temperamento entre los dos padres de la Iglesia o quizá, simplemente, el enérgico y atareado obispo, solicitado por mil preocupaciones, no llegó a apreciar cabalmente la valía del profesor africano.

En cualquier caso, en Milán, donde se le une su madre Mónica, a la que mediante un engaño había abandonado en África, Agustín comienza a desprenderse por completo no ya de los restos de maniqueísmo, sino sobre todo del escepticismo académico, por él sentido como paralizante. Es posible que su reacción contra ellos, a los que por otra parte siempre apreció, encierre un punto de excesivo apasionamiento. Quizá las posiciones de Carnéades y, sobre todo, de Cicerón no sean, salvando el abismo temporal, muy distintas de las de Kant. También este sostiene la imposibilidad de alcanzar el conocimiento del noúmeno, la cosa en sí, quedando al alcance de nuestra razón solo el estudio de los fenómenos; y, sin embargo, eso no le impide fundamentar una ética formal extremadamente rigurosa. Pero la sed de verdad que acuciaba a Agustín no podía saciarse en ese tan razonable como elegante agnosticismo, por más que fuera capaz de vestir los ropajes más austeros.

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