Francisco Javier Bernad Morales
En
cierto modo, al escribir Contra los
Académicos, Agustín lo hace contra sí mismo o, con más exactitud, contra
una parte de su pasado. Sabemos, pues así lo cuenta en las Confesiones (III, 4), que fue la lectura de un diálogo de Cicerón,
el Hortensio, la que motivó su
interés por la filosofía. Aquellas páginas, hoy perdidas y en su tiempo
admiradas más por la belleza de su lenguaje que por la profundidad de su
contenido, prendieron en el joven estudiante con la fuerza de una revelación.
Todos los afanes exteriores, toda ambición de honores o de riqueza, se le
mostraron vanos. Simples caminos extraviados que alejan de la verdadera
felicidad. Y de esta constatación surgió el apremio por buscar los bienes
imperecederos, únicos que pueden saciar el apetito humano y sosegar las
inquietudes del alma. Así, un filósofo pagano lo condujo hacia las Sagradas
Escrituras. Estas, sin embargo, lo decepcionaron. Formado en la brillante retórica
latina, no fue capaz de apreciar la hermosura de un estilo que se le antojó
tosco y pobre. Aún debía vivir otras aventuras espirituales antes de abrazar el
cristianismo.
Actuaba,
sin duda, sobre él la impronta de aquella fascinación juvenil cuando propuso la lectura del Hortensio a sus compañeros de Casiciaco,
en un tiempo en que, con ellos, aguardaba a recibir el bautismo. Ese libro que
había despertado la sed por la verdad sin alcanzar a satisfacerla, representaba
un hito crucial en la evolución del pensamiento agustiniano. Hoy no podemos
juzgar su contenido, aunque está a nuestro alcance reconstruirlo, al menos en
parte, gracias a las referencias de Agustín y al conocimiento de otros trabajos
de Cicerón. Como muchas veces se ha repetido, el orador romano no fue un
filósofo original. Hombre de gran erudición y buen conocedor de las obras
griegas, supo, en cambio, bucear en ellas y presentarlas al público romano. Por
él, aquel muchacho insatisfecho, de aguda inteligencia y espíritu turbado, supo
de las polémicas entre académicos, estoicos y cínicos. Es posible que también
por vez primera tuviera allí noticia de la existencia de ese Carnéades, que
Licencio mencionará en Contra los Académicos,
y a quien Trigecio, sin pudor, casi diríamos que con un punto de orgullo
nacional, testimonio del creciente foso de incomprensión abierto entre las dos
mitades del Imperio, afirma no conocer. Será precisamente esta ignorancia la
que hará que la disputa se centre en Cicerón, considerado un fiel transmisor de
las ideas de aquel.
Carnéades,
nacido en Cirene, pero ateniense de adopción, había dirigido entre 160 y 137 a C., la Academia fundada por
Platón. Aunque, como Sócrates, no dejó ningún escrito, gozó de gran fama e
influencia, hasta el punto de que en 155 fue enviado a Roma como integrante de
una embajada, con la misión de obtener del Senado una rebaja en la multa
impuesta a Atenas por el saqueo de la ciudad de Oropo. Parece que su discurso
tuvo una buena acogida, pero aún mayor fue su éxito como conferenciante, ya que
sus charlas sobre cuestiones morales fueron seguidas con entusiasmo por
numerosos jóvenes romanos de familias distinguidas. Como no podía ser de otra
manera, aquello alarmó a los más conservadores, que, encabezados por Catón,
consiguieron expulsarlo de la ciudad. Por Cicerón y Sexto Empírico sabemos que
sus enseñanzas se desarrollaban en torno a tres ejes fundamentales: la teoría
de la certeza, la existencia de los dioses y el bien supremo. Respecto de la
primera, sobre la que versa el diálogo de Agustín, sostenía, en consonancia con
su predecesor Arcesilao[1],
la imposibilidad de alcanzar la verdad por medio de los sentidos o de la razón.
Frente a quienes le reprochaban que el escepticismo conduce forzosamente a la
suspensión del juicio y, por tanto, a la inacción, aducía que en esta nos
guiamos por lo probable o lo verosímil.
Si bien,
cuando lo leyó por primera vez a los diecinueve años, el Hortensio le estimuló a la búsqueda de la sabiduría, sin que quizá
reparara en que su autor pensaba que no era posible hallarla; más adelante, ya
en Italia, desengañado del maniqueísmo, sí sintió por un tiempo la tentación
del escepticismo. No se trataba para Agustín de una cuestión erudita, sino de
una auténtica tempestad que agitaba su espíritu y le impedía el reposo. De ahí
que en los días serenos de Casiciaco quisiera volver sobre ese pasado que tanto
le había turbado. Había llegado el momento, cuando se aprestaba a entrar en una
nueva vida, de poner orden en el alma.
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