05 octubre 2014

Contra los Académicos (III)

Francisco Javier Bernad Morales

En cierto modo, al escribir Contra los Académicos, Agustín lo hace contra sí mismo o, con más exactitud, contra una parte de su pasado. Sabemos, pues así lo cuenta en las Confesiones (III, 4), que fue la lectura de un diálogo de Cicerón, el Hortensio, la que motivó su interés por la filosofía. Aquellas páginas, hoy perdidas y en su tiempo admiradas más por la belleza de su lenguaje que por la profundidad de su contenido, prendieron en el joven estudiante con la fuerza de una revelación. Todos los afanes exteriores, toda ambición de honores o de riqueza, se le mostraron vanos. Simples caminos extraviados que alejan de la verdadera felicidad. Y de esta constatación surgió el apremio por buscar los bienes imperecederos, únicos que pueden saciar el apetito humano y sosegar las inquietudes del alma. Así, un filósofo pagano lo condujo hacia las Sagradas Escrituras. Estas, sin embargo, lo decepcionaron. Formado en la brillante retórica latina, no fue capaz de apreciar la hermosura de un estilo que se le antojó tosco y pobre. Aún debía vivir otras aventuras espirituales antes de abrazar el cristianismo.

Actuaba, sin duda, sobre él la impronta de aquella fascinación juvenil  cuando propuso la lectura del Hortensio a sus compañeros de Casiciaco, en un tiempo en que, con ellos, aguardaba a recibir el bautismo. Ese libro que había despertado la sed por la verdad sin alcanzar a satisfacerla, representaba un hito crucial en la evolución del pensamiento agustiniano. Hoy no podemos juzgar su contenido, aunque está a nuestro alcance reconstruirlo, al menos en parte, gracias a las referencias de Agustín y al conocimiento de otros trabajos de Cicerón. Como muchas veces se ha repetido, el orador romano no fue un filósofo original. Hombre de gran erudición y buen conocedor de las obras griegas, supo, en cambio, bucear en ellas y presentarlas al público romano. Por él, aquel muchacho insatisfecho, de aguda inteligencia y espíritu turbado, supo de las polémicas entre académicos, estoicos y cínicos. Es posible que también por vez primera tuviera allí noticia de la existencia de ese Carnéades, que Licencio mencionará en Contra los Académicos, y a quien Trigecio, sin pudor, casi diríamos que con un punto de orgullo nacional, testimonio del creciente foso de incomprensión abierto entre las dos mitades del Imperio, afirma no conocer. Será precisamente esta ignorancia la que hará que la disputa se centre en Cicerón, considerado un fiel transmisor de las ideas de aquel.

Carnéades, nacido en Cirene, pero ateniense de adopción, había dirigido entre  160 y 137 a C., la Academia fundada por Platón. Aunque, como Sócrates, no dejó ningún escrito, gozó de gran fama e influencia, hasta el punto de que en 155 fue enviado a Roma como integrante de una embajada, con la misión de obtener del Senado una rebaja en la multa impuesta a Atenas por el saqueo de la ciudad de Oropo. Parece que su discurso tuvo una buena acogida, pero aún mayor fue su éxito como conferenciante, ya que sus charlas sobre cuestiones morales fueron seguidas con entusiasmo por numerosos jóvenes romanos de familias distinguidas. Como no podía ser de otra manera, aquello alarmó a los más conservadores, que, encabezados por Catón, consiguieron expulsarlo de la ciudad. Por Cicerón y Sexto Empírico sabemos que sus enseñanzas se desarrollaban en torno a tres ejes fundamentales: la teoría de la certeza, la existencia de los dioses y el bien supremo. Respecto de la primera, sobre la que versa el diálogo de Agustín, sostenía, en consonancia con su predecesor Arcesilao[1], la imposibilidad de alcanzar la verdad por medio de los sentidos o de la razón. Frente a quienes le reprochaban que el escepticismo conduce forzosamente a la suspensión del juicio y, por tanto, a la inacción, aducía que en esta nos guiamos por lo probable o lo verosímil.

Si bien, cuando lo leyó por primera vez a los diecinueve años, el Hortensio le estimuló a la búsqueda de la sabiduría, sin que quizá reparara en que su autor pensaba que no era posible hallarla; más adelante, ya en Italia, desengañado del maniqueísmo, sí sintió por un tiempo la tentación del escepticismo. No se trataba para Agustín de una cuestión erudita, sino de una auténtica tempestad que agitaba su espíritu y le impedía el reposo. De ahí que en los días serenos de Casiciaco quisiera volver sobre ese pasado que tanto le había turbado. Había llegado el momento, cuando se aprestaba a entrar en una nueva vida, de poner orden en el alma.





[1] Arcesilao, fallecido en 240 a C., había sido también director de la Academia.

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