Como ya
se indicó, la naturaleza del mal fue uno de los principales obstáculos que
Agustín hubo de vencer en el camino hacia el cristianismo. Al imaginarlo como
una sustancia, esto es, concederle, al igual que hacían los maniqueos, realidad
ontológica, no le quedaba sino rechazar la idea de que hubiera sido creado por
un Dios que, por definición, no podía ser más que bueno. Ahora bien, si el mal
existe y no ha sido creado por Dios, este no es el autor de todo y no cabe
atribuirle la omnipotencia. De estas cavilaciones, que el escepticismo
académico no alcanzó a silenciar, le sacaron, de un lado los sermones de
Ambrosio, que le mostraron una forma alegórica, inspirada en el filósofo judío
Filón de Alejandría, de entender las Escrituras, y de otro, la lectura de
algunos libros neoplatónicos, traducidos del griego al latín por Mario
Victorino[1].
Ignoramos qué obras fueron estas, así como el nombre del amigo que se las
recomendó, aunque cabe conjeturar que se tratara de algunas de Plotino, quizá
una parte de las Eneadas, y algún
ensayo de Porfirio. En las Confesiones
(VII, 9) recuerda, posiblemente de memoria, pues reconoce que las palabras no
son las mismas, aunque sí el contenido, algún pasaje, cuya proximidad al comienzo
del Evangelio de Juan salta inmediatamente a la vista.
El
neoplatonismo le abrió la mente a una nueva visión de lo espiritual. Ya no lo
vio como algo mancillado por la proximidad con la materia y se alejó de la
burda interpretación del Génesis por
los maniqueos, esa en que ridiculizaban la idea de que el hombre ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios. Deja, pues, de concebir la Creación como producto
de un ser maligno o un simple demiurgo, para reconocer en ella la obra divina.
En cuanto al mal, pierde su categoría ontológica, para no ser sino una ausencia
o privación del bien. Es la suya una interpretación del neoplatonismo muy
contaminada de cristianismo. Quizá debido a que ha llegado a ella a través de
Victorino, o a que lo lee con el espíritu predispuesto por las enseñanzas
recibidas en la niñez, reavivadas ahora por la presencia de Mónica, su madre, y
por las exhortaciones del obispo Ambrosio.
En
realidad, la Creación, como tal, no ocupa lugar en el sistema de Plotino. El
principio básico es el Uno indescriptible, acerca del cual nada puede ser
predicado, ya que, como el Ein Sof
de la Cábala, es absoluta trascendencia. De él emana el nous, espíritu o inteligencia pura, el cual, por su parte, dará
origen al alma, ligada de un lado al nous
y de otro a la realidad sensible. Se trata de una serie de emanaciones en las que no
interviene la voluntad divina, ya que, como se ha señalado, no cabe atribuir
facultades o potencias al Uno.
[1] Mario Victorino (¿300-¿382),
africano como Agustín, tradujo algunas obras de Platón, de Plotino y de
Porfirio. En la vejez se convirtió al cristianismo y compuso himnos a la
Trinidad y obras polémicas contra Arrio.
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