AUBÉ, Pierre. Tomás Becket, Ediciones Palabra, Madrid, 1994, 22,5 x 14,5, 378 pp.
Inicia Pierre Aubé la biografía de Santo Tomás Becket con el relato de la peregrinación de Enrique II de Inglaterra a la tumba del que fuera canciller del reino y arzobispo de Canterbury, asesinado cuatro años antes en el interior de la catedral por unos caballeros que creían cumplir la voluntad del rey. Pone así de relieve los peculiares lazos establecidos entre ambos, en una relación que pasa bruscamente desde una sincera amistad a un radical enfrentamiento. Son dos seres excepcionales que, si durante un tiempo trabajan juntos en pos de un mismo objetivo —el restablecimiento de la autoridad real, gravemente menoscabada bajo el antecesor de Enrique, el débil Esteban de Blois—, no pueden dejar de chocar, una vez que Tomás es colocado al frente de la iglesia de Inglaterra. Si como canciller había secundado con eficacia y diligencia los planes del rey para someter a la nobleza feudal, como arzobispo no puede callar ante el intento de controlar a la Iglesia. Se niega pues a aceptar las Constituciones de Clarendon que, so pretexto de restablecer las costumbres imperantes durante el reinado de Enrique I Beauclerc, limitaban drásticamente la autonomía eclesiástica. Se trata de un episodio más de las conflictivas relaciones entre el poder temporal y el espiritual en aquella Europa que desde hacía tiempo mostraba señas inequívocas de una renacida vitalidad. Tomás Becket es, en este sentido, un celoso seguidor del papa Gregorio VII, quien, apenas un siglo atrás, ha marcado el camino con su firmeza ante el emperador Enrique IV. Por otro lado, su acción transcurre en una Inglaterra, cuyo rey es además duque de Normandía y, por matrimonio, de Aquitania, lo que le convierte en el señor feudal más poderoso de Francia. En este reino hallará refugio Tomás durante años, bajo la protección de Luis VII, hasta que un precario acuerdo le permita regresar a Canterbury, donde pronto encontrará la muerte.
Aubé, que no disimula determinados rasgos poco favorables del carácter de Becket, tales como una inflexibilidad difícil de distinguir de la entereza, nos conduce a través de una evolución en la que aquel paso a paso gana en dignidad, hasta llegar al momento de la aceptación serena de la muerte: cuando, tras negar las acusaciones de traición, solo pide a los asesinos que respeten las vidas de quienes le acompañan. Dice una tradición, de la que se hace eco Aubé, aunque otros historiadores la consideran apócrifa, que Enrique VIII, el monarca que hizo ejecutar a Santo Tomás Moro, mandó destruir también los restos de Santo Tomás Becket. Quizá el hecho no sea cierto, pero si se trata de una invención, refleja que la conciencia popular no pudo dejar de establecer cierto paralelismo entre ambos santos y ambos reyes, unidos curiosamente por los nombres.
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