07 diciembre 2011

Los maniqueos (y IV)

Francisco Javier Bernad Morales

Tras su conversión, Agustín dedicó muchos escritos a combatir las ideas maniqueas. Frente al dualismo de estas, defiende un riguroso monoteísmo, que identifica a Dios con el bien supremo. Este bien es inmutable, pues todo cambio menoscabaría su perfección. Es más, la simple posibilidad de que pudiera perderla indicaría que ya en su naturaleza anidaba potencialmente la corrupción con lo cual no sería perfecta. No hay lugar, pues, para el ataque de la Tiniebla contra la Luz, pues esta no puede ser dañada. Así lo expresa en el tratado De la naturaleza del bien. Contra los maniqueos:

Dios es el supremo e infinito bien, sobre el cual no hay otro: es el bien inmutable y, por tanto, esencialmente eterno e inmortal. Todos los demás bienes tienen en él su origen, pero no son de su misma natualeza. (cap. I).

Es más, el mal no tiene en esta concepción existencia por sí mismo, sino que es simplemente la disminución del bien. La naturaleza participa del bien, pues ha sido creada por Dios; sin embargo, a diferencia del Creador, está sujeta a la corrupción, ya que ha sido hecha de la nada:

Ninguna naturaleza, por tanto, es mala en cuanto naturaleza, sino en cuanto disminuye en ella el bien que tiene (cap. XVII).

Ya años antes, a poco de recibir el bautismo, había expuesto ideas similares en otro escrito: De las costumbres de la iglesia Católica y de los maniqueos. En esta ocasión, su principal argumento descansa en la identificación de Dios con la plenitud del ser (idea que también aparece, por otro lado, en la obra citada más arriba). Su contrario no puede, por tanto, tener existencia. No es la Tiniebla, como sostienen los maniqueos, sino la nada.

Este ser es Dios, el cual no tiene contrario, porque al ser solo se opone el no ser (Libro II, cap. I).

Cabe señalar que la visión de Agustín se halla profundamente teñida de platonismo: Ser, Bien, Verdad, Belleza, Justicia, se identifican o, dicho de otra manera, constituyen distintos aspectos de Dios; en tanto que el mal, como se ha señalado más arriba, no tiene propiamente existencia, sino que es carencia, esto es, corrupción de la naturaleza.

Las criaturas se hallarían, por tanto, en un lugar intermedio entre el ser y la nada, y los seres humanos tendríamos la posibilidad de elegir entre ambos nuestro camino, tal como afirma en De la naturaleza del bien.

Dios concedió a las criaturas más excelentes, es decir, a los espíritus racionales, que, si ellos quieren, puedan permanecer inmunes de la corrupción, o sea, si se conservan en la obediencia al Señor su Dios, permanecerán unidos a su belleza incorruptible; pero si no quieren mantenerse en esa dependencia o sumisión, voluntariamente se sujetan a la corrupción del pecado (cap. VII).

Se trata, sin embargo, de una corrupción que no conduce al retorno a la nada, sino a un extremo desorden, a un cada vez mayor alejamiento de la perfección (De las costumbres de la iglesia Católica y de los maniqueos, Libro II, cap. VII).

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