25 diciembre 2011

Reflexiones de San Ireneo de Lyon sobre el nacimiento de Cristo

Nos parece oportuno recordar en estas fechas navideñas un texto de San Ireneo de Lyon. Lo que sabemos sobre su vida se contiene en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea. Según este, Ireneo habría nacido en Asia Menor, probablemente en Esmirna, y allí habría conocido a Policarpo, discípulo del apóstol Juan. Hacia el 177 se encontraba en la Galia, donde sucedió a Potino como obispo de Lyon. Nada dice Eusebio de su muerte, de la que San Jerónimo indica que se habría producido hacia el 202 o el 203, durante la persecución de Septimio Severo.

A continuación reproducimos un fragmento de la Demostración de la predicación apostólica en que, sin citar sus nombres, San Ireneo polemiza con gnósticos como Saturnino o Basílides, para quienes Jesús habría sido hombre solo en apariencia:

Y cumplió lo prometido a David, pues Dios habíasele comprometido a suscitar del fruto de su seno un Rey eterno, cuyo reino no tendría ocaso. Este Rey es el Cristo, Hijo de Dios hecho hijo del hombre, es decir, nacido, como fruto, de la Virgen descendiente de David; y si la promesa fue el fruto de su seno […] era para anunciar lo que de singular y propio había en la producción de este fruto de un seno virginal procedente de David, que reina en la casa de David, por los siglos, y cuyo reino no conocerá el ocaso.

En tales condiciones, pues, realizaba magníficamente nuestra salvación, mantenía las promesas hechas a los patriarcas y abolía la antigua desobediencia. El Hijo de Dios se hace hijo de David e hijo de Abrahán. Para cumplir las promesas y recapitularlas en Sí mismo con el fin de restituirnos la vida, el Verbo de Dios se hizo carne por el ministerio de la Virgen, a fin de desatar la muerte y vivificar al hombre, porque nosotros estábamos encadenados por el pecado, y destinados a nacer a través del régimen de pecado y a caer bajo el imperio de la muerte.

Dios Padre, por su inmensa misericordia, envió a su Verbo creador, el cual, venido para salvarnos, estuvo en los mismos lugares, en la misma situación y en los ambientes donde nosotros hemos perdido la vida. Y rompió las cadenas que nos tenían prisioneros. Apareció su luz e hizo desaparecer las tinieblas de la prisión y santificó nuestro nacimiento y abolió la muerte, desligando aquellos mismos lazos en que nos habían encadenado. Manifestó la resurrección, haciéndose él en persona primogénito de los muertos; levantó en su persona al hombre caído por tierra, al ser elevado él a las alturas del cielo hasta la diestra de la gloria del Padre, como había Dios prometido por medio del profeta al decir: Levantaré la tienda de David, caída en tierra, es decir, el cuerpo que proviene de David. Nuestro Señor Jesucristo cumplió realmente esto actuando gloriosamente nuestra salvación, a fin de resucitarnos de veras y presentarnos libres al Padre. Y, si alguien no acepta su nacimiento de una virgen, ¿cómo va a admitir su resurrección de entre los muertos? Porque nada tiene de milagroso, extraño e inesperado, que resucite de entre los muertos el que no nació; ni siquiera podemos hablar de resurrección para el que vino a la existencia sin nacimiento; el innascible, en efecto, es también el inmortal, y quien no se ha sometido al nacimiento, tampoco será sujeto a la muerte. Pues quien no tomó principio del hombre, ¿cómo va a poder recibir su fin?

Si, pues, no nació, tampoco murió. Y, si no murió, tampoco resucitó de entre los muertos. Y, si no resucitó de entre los muertos, no es el vencedor de la Muerte ni el destructor de su imperio. Y, si no quedó vencida la Muerte, ¿cómo subiremos a la vida quienes, desde los orígenes de aquí abajo, sucumbimos al imperio de la Muerte? Según eso los que niegan al hombre la redención y no creen que Dios le resucitará de entre los muertos, desprecian también la natividad de nuestro Señor, a que por nosotros se sometió el Verbo de Dios al hacerse carne, a fin de mostrar la resurrección de la carne y tener la primacía sobre todos en el cielo: como primogénito de la mente del Padre, el Verbo perfecto dirige todas las cosas en persona y legifera en la tierra; como primogénito de la Virgen es justo, hombre santo piadoso, bueno, agradable a Dios, perfecto en todo, libra del infierno a los que le siguen; como primogénito de los muertos es origen y señal de la vida de Dios.

IRENEO DE LIÓN, Demostración de la predicación apostólica. Edición preparada por Eugenio Romero-Pose. Madrid, Ciudad Nueva, 2001. 36-41.

1 comentario:

  1. Ireneo expresa con claridad la posición ortodoxa en el debate cristológico que agita a la Iglesia en los primeros siglos: la muerte en la cruz solo tiene sentido salvífico en tanto que Jesús es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre. Si solo hubiera poseído la naturaleza divina, su sufrimiento no habría sido real; en tanto que si hubiera sido meramente hombre, su muerte carecería de significado liberador para la humanidad.

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