Durante la Cuaresma
oímos frecuentemente las palabras: oración, ayuno, limosna, que ya recordé el
Miércoles de Ceniza. Estamos habituados a pensar en ellas como en obras
piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar, sobre todo en este período.
Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. La oración, la limosna y el
ayuno requieren ser comprendidos más profundamente si queremos insertarlos más
a fondo en nuestra vida y no considerarlos simplemente como prácticas
pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo
momentáneamente nos privan de algo. Con tal modo de pensar no llegaremos
todavía al verdadero sentido y a la verdadera fuerza que la oración, el ayuno y
la limosna tienen en el proceso de la conversión a Dios y de nuestra madurez
espiritual. Una y otra van unidas: maduramos espiritualmente convirtiéndonos a
Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el
ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente.
Acaso convenga decir que aquí no se trata sólo de prácticas
pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra
conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días
al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es
necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte
e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra
unión con Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos
indica los caminos para realizarla. La oración, el ayuno y la limosna son
precisamente los caminos que Cristo nos ha indicado.
Catequesis de 14 de febrero de 1979
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