07 marzo 2015

Necesidad de la penitencia interna y externa

Juan XXIII


Ante todo es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán ser invitados todos los fieles durante la novena al Espíritu Santo. Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos fueron confiados!
Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal, si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito, unido a la limosna” [9].

La primera penitencia exterior que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8, 18).

Carta encíclica Paenitentiam agere

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