Juan XXIII
Ante todo es necesaria la
penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los
propios pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y
comunión y con la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de
penitencia deberán ser invitados todos los fieles durante la novena al Espíritu
Santo. Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no
estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero
arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe entenderse la
severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual
pereceréis” (Lc 13, 5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos
fueron confiados!
Los fieles deben, además, ser
invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al
imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de
los demás. El mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había
alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo:
“Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar
advierte: “Aquellos que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus
deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de
esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal,
si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del
dolor de la penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del
corazón contrito, unido a la limosna” [9].
La primera penitencia exterior
que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza
todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo
aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las
obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio
de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para
purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el
feliz y fructuoso éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace
ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la
esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen
comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8,
18).
Carta encíclica Paenitentiam agere
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