Francisco Javier Bernad Morales
El día 20 de octubre, la iglesia Católica recuerda a Santa Magdalena de Nagasaki, muerta en el martirio en 1634. No es, con todo, mi intención hablar de ella, pues carezco de la más elemental cualificación sobre el asunto y quien desee alguna información puede hallarla fácilmente en Internet1. La fecha me ha hecho recordar a dos de las personas que hicieron posible la presencia cristiana en el Lejano Oriente: San Francisco Javier y Andrés de Urdaneta. Al primero, con cuyo nombre mis padres tuvieron el acierto de bautizarme, le dedicaré un próximo artículo, allá cuando se aproxime la fecha del 3 de diciembre; así pues, por ahora me limitaré a hablar de Urdaneta.
No me entretendré mucho en su vida, suficientemente conocida. La primera noticia sobre su existencia me llegó en la biblioteca familiar a través del libro de Ricardo Majó Framis Vida de los navegantes, conquistadores y colonizadores españoles de los siglos XVI, XVII y XVIII, editado por Aguilar. Tras tantos años no conozco su paradero, pero aún recuerdo la emoción que en mi espíritu adolescente suscitaron las aventuras y sufrimientos de Álvaro de Mendaña, Isabel Barreto y, cómo no, Andrés de Urdaneta. La lectura abría entonces mi imaginación a mundos soñados que jamás llegaría a conocer, pero de los que en alguna medida conseguía participar. Sentía el terror de las tempestades y aún más el horror al escorbuto, pero no era capaz aún de percibir la verdadera dificultad de unas empresas que, contempladas con criterios actuales, solo podrían parecernos absolutamente disparatadas.
Solo al madurar he llegado a entender que aquellos hombres en sus pequeños barcos se adentraban en mares desconocidos, en los que ignoraban si encontrarían una isla en la que abastecerse de agua y alimentos frescos. La lectura de Pierre Chaunu2 hizo que me familiarizara con la precariedad de los instrumentos de navegación entonces disponibles. Él me enseñó que no solo la brújula se utilizaba para fijar el rumbo, sino que la ballestilla y el astrolabio, pese a que su manejo sobre la cubierta de un navío era extremadamente difícil y a menudo arrojaba resultados erróneos, permitían establecer la latitud; pero mientras que los relojeros, ya muy entrado el siglo XVIII no fueron capaces de construir cronómetros de precisión, era imposible determinar la longitud. Aquellos grandes marinos que atravesaron el Atlántico, el Índico y el Pacífico, no solo tenían una idea muy vaga de hacia donde se dirigían, sino que además eran incapaces de saber en qué lugar se encontraban. Baste un recuerdo como indicador de lo azaroso del viaje: de los doscientos treinta y cuatro hombres que partieron en 1519 de Sanlúcar de Barrameda en la expedición de Magallanes-Elcano, únicamente dieciocho sobrevivieron a los tres años de travesía.
Pero volvamos a nuestro héroe. Tras participar en la expedición a las Molucas dirigida por García Jofre de Loaísa, en la que tuvo como compañero a Juan Sebastián Elcano, regresó a España y de allí marchó a México, entonces virreinato de Nueva España, donde profesó en la orden de San Agustín. Quizá aspirara tras tantas aventuras a una vida retirada dedicada a la oración, pero si ese era su sueño no lo pudo cumplir. Al rey Felipe II le urgía encontrar una ruta de regreso entre las Filipinas y México, a fin de que sus naves no tuvieran que adentrarse en el Índico, reservado por el tratado de Tordesillas a la navegación portuguesa. Debemos tener presente que los veleros están sujetos a la dirección de los vientos y de las corrientes. La misión era difícil y otros marinos habían fracasado en el intento, pero el rey confiaba en la experiencia y sabiduría del agustino Andrés de Urdaneta, por lo que le pidió, que no ordenó, participar en la expedición de Miguel López de Legazpi y, tras marchar a las Filipinas, regresar a la Nueva España.
No podía haber elegido mejor el rey prudente. Andrés de Urdaneta no solo consiguió llegar a su destino por la mejor ruta, sino que, y esto es lo verdaderamente asombroso, estableció el camino entre Manila y Acapulco. Urdaneta intuyó lo que hoy denominamos circulación general atmosférica. Sabía que en el Atlántico entre los 40 y los 60º soplan vientos domnantes del oeste, y aventuró la hipótesis de que lo mismo había de suceder en el Pacífico. Y acertó. Dirigió sus naves hacia el norte, hasta alcanzar la latitud del Japón y desde allí puso rumbo a Acapulco.
Durante siglos el camino establecido por Andrés de Urdaneta, el tornaviaje, fue el débil hilo que unió las islas Filipinas con el resto de la monarquía española. Gracias a la genialidad de este fraile agustino, el cristianismo ha estado desde entonces presente en el Extremo Oriente.
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1Hay un resumen de su vida y martirio en http://www.agustinos-es.org/santos/octubre/StaMagdalenaNagasaki.htm
2CHAUNU, Pierre, La expansión europea (siglos XIII al XV), Labor, Barcelona, 1977.
Que bien escribes! super interesante Carmen
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