Nolasco Msemwa
6. Lecciones de la Conferencia de Cartago para el ecumenismo hoy
Queda demostrado que la Conferencia de Cartago en 411 fue sin duda un acontecimiento muy importante para la paz y la unidad de la Iglesia del Norte de África. En ella se resolvieron problemas peliagudos que turbaban la convivencia pacífica entre donatistas y católico y sus resoluciones hicieron que la Iglesia recuperara la paz, la unidad y sobre todo la credibilidad de su tarea evangelizadora. De ahí que dicho acontecimiento siga ofreciendo unas enseñanzas válidas para la Iglesia en la actualidad. Entre muchas lecciones que la Conferencia ofrece destacamos las tres siguientes: El deseo de buscar la verdad salvífica, la importancia singular de la Escritura para determinar la identidad y la misión de la Iglesia de Cristo y finalmente la importancia del diálogo como medio imprescindible para descubrir lo mucho que tenemos en común las Iglesias cristianas y las aportaciones que cada una puede contribuir para el bien de la Iglesia en su misión de anunciar el mensaje creíble de la salvación de todos.
La búsqueda de la verdad
salvífica como tarea constante de la Iglesia de todos los tiempos. Si hay algo
importante que subrayar de la Conferencia de Cartago de 411 es su determinación
de esclarecer la verdad salvífica garante de la paz y la unidad de toda la
humanidad según el plan de Dios. Dicho empeño, tal como hemos indicado, no es
tarea de una persona, sino de todos tanto el ámbito civil como religioso. Para
ello sin duda es fundamental la contribución de algunos expertos que pueda
orientar en qué consiste dicha verdad Salvífica. Cabe destacar, en este caso
concreto, la importancia singular del santo de Hipona. San Agustín trató de
vivir desde la verdad en la unidad. Es un hombre de ayer y de hoy que sigue
dando respuestas a los interrogantes del hombre de la iglesia de todos los
tiempos, y que seguirá manifestándolo mañana. Se trata de indagar en la verdad,
buscarla con afán e interés, dedicación y ocupación, fuerza y entusiasmo. San Agustín
es un ecumenista actual, que se encuentra presente en la Iglesia. El ecumenismo
es de todo punto imposible cuando no hay sincero deseo de buscar la verdad. Y
quien dice ecumenismo, dice unidad palabra que San Agustín emplea, por la cual
suspira y en la cual trabaja.
Otro aspecto importante
destacado en la Conferencia de Cartago es el lugar que ocupa la Sagrada Escritura
para determinar la naturaleza y misión de la Iglesia de Cristo. Dicho con otras
palabras, para identificar cómo debe ser la verdadera Iglesia de Cristo y dónde
está esta Iglesia de Cristo. La Biblia es considerada como el testamento de
Dios. Puesto que la Escritura Sagrada tiene como centro de revelación el
misterio de Cristo y de la Iglesia. Solo la Iglesia puede ofrecer y garantizar o
respaldar el verdadero sentido de la Escritura. Ser fiel a la Escritura y la
Tradición equivale, dirá San Agustín, a serlo de Cristo y de la Iglesia (Langa, 1988, p.119-122).
Tal como ocurre entre los
cristianos de diferentes denominaciones hoy, católicos y donatistas defendían
la suprema autoridad de la Biblia, aunque al interpretarla de distinto modo, llegaban
a conclusiones muy diversas. Unos y otros acudían a la Sagrada Escritura para
defender sus doctrinas. Pedro Langa describe de la siguiente manera este fenómeno:
Al evangelio acudían asimismo unos y
otros para comprobar con su ayuda las dotes eclesiológicas de autenticidad,
visibilidad y catolicidad, lo cual será posible gracias al mismo Evangelio,
que, de ese modo, viene a ser termómetro, catalizador y espejo donde poderse
reflejar la imagen deseada. Mediante razones de convivencia, católicos y
donatistas decían ser verdadera Iglesia de Cristo. Bien mirado pues el “punctum
dolens” de la diputa no era otro que la eclesiología. En semejante diferendo,
por tanto, la Escritura Sagrada discurre al servicio de la eclesiología. Si la
Iglesia es garante de la Revelación y encargada de autenticar los sagrados Libros
y a la que corresponde en definitiva fijar el canon, la Escritura esta vez es
también la encargada de arbitrar y declarar desde su verdad y autoridad donde
está la Iglesia. (Langa,
2009, p. 566).
Los donatistas, por
ejemplo, recurrían a la Sagrada Escritura para justificar sus posiciones cismáticas,
mientras los católicos para defender la universalidad de la Iglesia. San
Agustín confiesa que hay muchas clases de interpretación, por lo que la clave
está en establecer correctamente la regla a la que hay que atenerse para dar
con la verdad (Contra Cresconio I, 33, 39). Esto es precisamente en lo que insiste
el Concilio Vaticano II diciendo que las
Sagradas Escrituras son, en el diálogo mismo, instrumentos preciosos en la mano
poderosa de Dios para lograr aquella unidad que el Salvador presenta a todos
los hombres”. (Vaticano II,
1965, p. 658). Joseph Ratzinger subraya la importancia determinante y decisoria
que tuvo la Sagrada Escritura en la Conferencia de Cartago. Dice al respecto: “La reunión del año 411 comenzó con la
disposición expresa de los católicos de unirse a los donatistas si estos
conseguían probar la verdad de su iglesia a partir de la Sagrada Escritura.
Toda la disputa misma se entiende como una sesión judicial en toda regla, solo
que basado no en el código civil, sino en el codex de derecho divino: La
Sagrada Escritura”. (Ratzinger,
2014, p.155). Por tanto, para un sano equilibrio es fundamental la relación
intrínseca entre Tradición- Escritura- Magisterio desde y en la Iglesia. La
Constitución Dogmática sobre la divina revelación – Dei verbum- subraya
la importancia de esta relación imprescindible para la inteligibilidad del
mensaje salvífico diciendo:
Así, pues, la sagrada Tradición y la
Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas… y constituyen un
solo deposito sagrado de la palabra de Dios confiado a la Iglesia… Pero el
oficio de interpetar auténticamente la palabra de Dios escrita o trasmitida ha
sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia cuya autoridad se ejerce
en el nombre Jesucristo… Es evidente, por tanto, que la sagrada Tradición, la
Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo
de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el
uno sin los otros, y que juntos cada uno a su modo bajo la acción del Espíritu
Santo contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (Dei Verbum, 9-10).
Otro legado que la
Conferencia de Cartago de 411 es el reconocimiento de la importancia de la
unidad no solo entre los cristianos, sino para la paz de toda la sociedad en su
conjunto. Esta conciencia está en consonancia con la enseñanza paulina sobre la
hrmonía del cuerpo que está compuesta por muchos miembros que se necesitan
mutuamente para el funcionamiento del conjunto. Ya que, si sufre un miembro,
todos los demás sufren con él; si un miembro es honrado todo los demás toman
parte en su alegría (Cf. 1Cor 12,1-30). Para conseguir dicha unidad hace falta
un diálogo fraterno y sereno. Buscar la unidad y tratar de buscar con ímpetu la
verdad, resulta tremendamente difícil. Por eso el diálogo es esencial. El ecumenista
español, Pedro Langa indica que saber dialogar es un arte complicado para todo
hombre porque en definitiva se trata de oportunidad condescendencia, inteligencia
y armonía en el bien decir y en el bien escuchar. No se puede abordar como si
fuera un pequeño pasaatiempo estéril. Dialogar es necesario para moverse por la
vida, para vibrar con la belleza. La vivencia de la realidad, a través de la
cual nos movemos, hace que observemos las cosas con un profundo sentido que las
hace capaces de acercarnos, de manifestarnos y referirnos Dios, a condición de
contemplarlas con serenidad de espíritu, limpieza de mirada y profundidad de
amor: sencillamente con ojos de misericordia (Langa,
1987, p.19-20). Precisamente esto es lo que nos está faltando en muchas ocasiones
cuando no sabemos ver a Dios detrás de los acontecimientos y los sucesos que
acaecen sucesivamente a nuestro alrededor, aparentemente sin importancia. El
sentido ecuménico, como afirma el Profesor Henrique Somavilla, “no solo acontece mirando hacia fuera,
pensando en los otros, hermanos separados, sino tratando de volver hacia
adentro, y así reorientar nuestra mirada a nuestra propia Iglesia necesitada
también del misterio de Jesucristo” (Somavilla,
2009, p. 424). Pero tales debates han de
llevarse a cabo desde la misma sencillez de corazón con la paz de Cristo y con
la caridad de Dios. Para conseguir este propósito, se precisa como condición
previa la conversión radical, una audacia esperanzada y el testimonio de la
búsqueda de la verdad salvífica.
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