Pero precisamente esa Escritura estaba expuesta a
cualquier interpretación y en muchas cuestiones era el espejo en el que los teólogos
individuales se miraban a sí mismos. El único punto de apoyo objetivo en aquel
confuso torbellino era la fe de la Iglesia, pues solo esta proporcionaba un marco seguro a la
interpretación teológica. Pero el conflicto versaba precisamente acerca de esa
fe eclesial, que era la que había que someter a un examen crítico, pues se
confrontaban entre si dos tipos de fe eclesial de dos Iglesias de los cuales
cada uno decía ser el correcto. Se planteaba, por tanto, el dilema de que, por un
lado, se invocaba la Escritura como autoridad divina que estaba fuera del
conflicto entre las partes y por encima de él, pura e independiente, pero que,
por otro lado, había llegado a ser compresible e imaginable dentro de una
iglesia determinada. Esa misma decisión que la Escritura debía proporcionar era
la que ella, a su vez, ya se presuponía. ¿Dónde estaba la respuesta? San
Agustín liga por completo la Sagrada Escritura a la Iglesia y viceversa. El
santo de Hipona busca efectivamente en la Escritura la instancia imparcial por
encima de la disputa entre las Iglesias (Ibid,
p.144).
Por eso, para conocer la identidad de la Iglesia
de Cristo y donde subsiste dicha institución, Agustín propone que no busquen
razones y testimonios en otros sitios más que en la palabra de Dios, en la
Sagradas Escritura, pues este es el único recurso válido. Al respecto, San
Agustín, refutando algunas teorías infundadas de los donatistas para acusar los
católicos, les dice:
¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? ¿La hemos de buscar en
nuestras palabras o en las palabras de su Cabeza, nuestro Señor Jesucristo? Yo
pienso que debemos buscarla más bien en las palabras de aquel que es la verdad
y conoce perfectamente a su Cuerpo. Tomemos balanzas no trucadas, en las que
pesamos lo que queremos y como nos apetece, determinando a nuestro antojo lo
que pesa más y lo que pesa menos. Tomemos la balanza divina de la Sagrada
Escritura y de los tesoros del Señor y comprobemos con ella lo que pesa más. O,
mejor todavía, no pesemos nosotros, sino aceptemos lo que el Señor pese. (De baptismo II, 6, 9).
Desde este testamento
divino ‒Sagradas Escritura‒, San Agustín mostró a los a donatistas que Cristo
había redimido con su sangre al mundo entero, no solo a los africanos y que,
por lo tanto, no podía ser la verdadera su Iglesia, limitada en la práctica a
la región norteafricana. Trató de hacerles ver cómo la Escritura había
anunciado de antemano la expansión de la Iglesia por todo el orbe y a todos los
pueblos y razas. Se esforzó por demostrarles que era un sueño la Iglesia pura,
sin macha, que ellos pretendían ser; que esa idea solo se realizará en la vida
futura, mientras que aquí la cizaña siempre estará mezclada con el trigo. Así
lo proclama el evangelio; también en la pesca del Señor hubo peces buenos y
malos.
Sobre todo los recriminó
que pensaran que la obra de Cristo estaba condicionada por la conducta humana.
¿El que un hombre sea pecador, incapacita al Cristo para actuar por su medio?
¿No puede él, todopoderoso, escoger el instrumente que desee? Cristo está por
encima de toda miseria humana y se sirve aun de pecadores para otorgar su
gracia. Desvarían cuando sostienen que los católicos carecen del Espíritu
Santo. La realidad es que lo poseen y con mayor derecho que ellos, porque no se
han separado del Cuerpo de Cristo porque tienen amor, y la prueba es que no han
roto la unidad. Un argumento aún más perentorio prueba que los sacramentos
administrados por los católicos son válidos. Su formulación es célebre:
¿Bautiza Pedro? Es Cristo quine bautiza. ¿Bautiza Judas? Es Cristo quien
bautiza. Quien bautiza es siempre Cristo, que lo hace por medio de los hombres,
aunque sean pecadores. Como Él es Santo, es Él quien hace santo. Afirmar que es
inválido el sacramento administrado por Cristo es una osadía. Tal es la
enseñanza continua de San Agustín
(Luis Vizcaíno, 2000, p. 113-114).
De ella sigue como
corolario que no cabe rebautizar a nadie. En el momento del bautismo Cristo ha
puesto en el alma del cristiano un sello que no se borra jamás, aunque este
reniegue de Él. El bautismo es como el título que garantiza los derechos de
Cristo sobre el bautizado. Y esos derechos son ya definitivos sobre toda
reivindicación posterior. Agustín se mostró benigno con los donatistas. Siempre
esperó llevarlos a la unidad por convicción, sin el empleo de la fuerza.
Rechazaba el que se les obligase a pasar a la Iglesia católica. Siempre pidió
misericordia para ellos. Siempre fue contrario que les aplicarse la pena
capital, aun en casos de delitos comunes. Incesante fue su actividad para
conseguir que se mitigasen las penas de quienes estaban bajo el rigor de la
justicia (Epístola 105).
De la rica variedad de estas citas de la
Escritura podemos destacar finalmente dos textos fundamentales, que son los que
sustentan toda la argumentación y en torno a los cuales pueden agruparse todos
los demás. El primero es un texto del Nuevo Testamento que recoge la última
enseñanza que el Resucitado deja a sus discípulos. Y, entonces, abrió su inteligencia para que comprendieran las Escrituras
y les dijo: así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos
al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los
pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén Lc 24, 44-47 (Contra Petiliano II, 14,33). Ratzinger
opina que Agustín elige conscientemente el texto de Lucas en que el mismo
Cristo, el Señor, une ambos Testamentos e interpreta el Antiguo Testamento
mismo como promesa de la Iglesia de los pueblos del Nuevo Testamento (Ratzinger, 2014, p.158). De esta forma,
el pasaje se convierte en la clave Evangélica de toda la rica abundancia de
textos veterotestamentarios que hemos indicado anteriormente.
Junto a este primer grupo de textos, que tiene su
centro en una pablara del evangelio, hay un segundo grupo en el cual una promesa
del Antiguo Testamento se corresponde igualmente con una palabra reveladora del
Nuevo. Se trata de la Palabra de Dios a Abrahán: Por tus descendencias se bendecirán todas las naciones (Gn 22, 18),
a la que responde interpretándola, esta del Nuevo Testamento: a tus descendencias, es decir, a Cristo
Gal 3,16. Así la multitud de los pueblos que habita el orbe de la tierra
aparece como el único pueblo de Abrahán que de la pluralidad separadora es
ligado conjuntamente en una unidad interna por medio de la simiente una de Abrahán:
Jesucristo. Se puede constatar que en su
lucha contra los donatistas Agustín encontró un primer punto de arranque para
su compresión de la Iglesia como pueblo de Dios en la fundamentación del motivo
de catholica en la promesa a Abrahán cristianamente entendida.
Para Agustín la herencia que Dios promete a
Abrahán en las Sagradas Escrituras es el rasgo más significativo porque indica
la universalidad. Puesto que tanto católicos como donatistas identificaban esa
herencia con la auténtica Iglesia de Cristo, para demostrar quien encarnaba la
católica entre ambas, Agustín tomó el término herencia del testamento desde el
sentido legal y lo aplicó a un caso concreto.
La conferencia de
Cartago comenzó con la disposición expresa de los católicos de unirse a los
donatistas si estos conseguían probar la verdad de su Iglesia a partir de la
Sagrada Escritura. Los textos bíblicos anteriormente citados el santo de Hipona
los equiparaba a las cláusulas del testamento de Dios Padre a favor de su Hijo.
La lógica del argumento era clara: Si la herencia de Dios, la Iglesia en este
caso, tiene por nota clarísimamente la universalidad o católica, donde se halle
la catolicidad se hallará la verdadera Iglesia. De esta manera un problema
teológico: ¿cuál es la verdadera Iglesia de Cristo: ¿La católica o la
donatista? Lo resolvía con el simple recurso a la geografía. No porque la
geografía sea de por sí un criterio teológico, sino porque la voluntad de Dios
nadie puede anularla. La fidelidad de Dios está por encima de todas las
miserias humanas como las que habían dado origen del cisma. Renunciar a esa
catolicidad de hecho y de extensión como hacían los donatistas implicaba
reconocer que la promesa de Dios había quedado inefectiva, que su testamento
había sido invalidado por el hombre
(Luis Vizcaíno, 1980, p. 3-27). Para San
Agustín entonces solo la Iglesia católica, en cuanto la única y verdaderamente universal
católica universal, es la auténtica Iglesia de Cristo.
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