22 junio 2021

Ubi ecclesia est? San Agustín en la Conferencia de Cartago (411): Lecciones para el ecumenismo hoy (III)

Nolasco Msemwa

4. La Sagrada Escritura, criterio para determinar la identidad y misión de la Iglesia

Es evidente que en el transcurso de la controversia donatista se produjo un desplazamiento desde la disputa histórica sobre la cuestión acerca de quién era propiamente culpable de la ruptura, de la traditio, hacia las cuestiones teológicas que se seguían de las diferentes praxis de ambas Iglesias. Dado que lo histórico ya no podía resolverse dentro de su terreno propio, el veredicto debía producirse en lo teológico. La verdadera Iglesia de Dios debe estar allí donde en verdad pueda encontrarse la palabra de Dios. Pero como observa Ratzinger, la discusión teológica no era, en modo alguno más sencilla, sino, al contario, más complicada que la histórica, pues el credo teológico está todavía más ligado que el histórico, a una opción creyente, que lo condiciona y le da forma. Se trata de la cuestión acerca de la interpretación de la Sagrada Escritura (Ratzinger, 2014, p.153-154).

Pero precisamente esa Escritura estaba expuesta a cualquier interpretación y en muchas cuestiones era el espejo en el que los teólogos individuales se miraban a sí mismos. El único punto de apoyo objetivo en aquel confuso torbellino era la fe de la Iglesia, pues solo esta  proporcionaba un marco seguro a la interpretación teológica. Pero el conflicto versaba precisamente acerca de esa fe eclesial, que era la que había que someter a un examen crítico, pues se confrontaban entre si dos tipos de fe eclesial de dos Iglesias de los cuales cada uno decía ser el correcto. Se planteaba, por tanto, el dilema de que, por un lado, se invocaba la Escritura como autoridad divina que estaba fuera del conflicto entre las partes y por encima de él, pura e independiente, pero que, por otro lado, había llegado a ser compresible e imaginable dentro de una iglesia determinada. Esa misma decisión que la Escritura debía proporcionar era la que ella, a su vez, ya se presuponía. ¿Dónde estaba la respuesta? San Agustín liga por completo la Sagrada Escritura a la Iglesia y viceversa. El santo de Hipona busca efectivamente en la Escritura la instancia imparcial por encima de la disputa entre las Iglesias (Ibid, p.144).

Por eso, para conocer la identidad de la Iglesia de Cristo y donde subsiste dicha institución, Agustín propone que no busquen razones y testimonios en otros sitios más que en la palabra de Dios, en la Sagradas Escritura, pues este es el único recurso válido. Al respecto, San Agustín, refutando algunas teorías infundadas de los donatistas para acusar los católicos, les dice:

¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? ¿La hemos de buscar en nuestras palabras o en las palabras de su Cabeza, nuestro Señor Jesucristo? Yo pienso que debemos buscarla más bien en las palabras de aquel que es la verdad y conoce perfectamente a su Cuerpo. Tomemos balanzas no trucadas, en las que pesamos lo que queremos y como nos apetece, determinando a nuestro antojo lo que pesa más y lo que pesa menos. Tomemos la balanza divina de la Sagrada Escritura y de los tesoros del Señor y comprobemos con ella lo que pesa más. O, mejor todavía, no pesemos nosotros, sino aceptemos lo que el Señor pese. (De baptismo II, 6, 9).

Desde este testamento divino ‒Sagradas Escritura‒, San Agustín mostró a los a donatistas que Cristo había redimido con su sangre al mundo entero, no solo a los africanos y que, por lo tanto, no podía ser la verdadera su Iglesia, limitada en la práctica a la región norteafricana. Trató de hacerles ver cómo la Escritura había anunciado de antemano la expansión de la Iglesia por todo el orbe y a todos los pueblos y razas. Se esforzó por demostrarles que era un sueño la Iglesia pura, sin macha, que ellos pretendían ser; que esa idea solo se realizará en la vida futura, mientras que aquí la cizaña siempre estará mezclada con el trigo. Así lo proclama el evangelio; también en la pesca del Señor hubo peces buenos y malos.

Sobre todo los recriminó que pensaran que la obra de Cristo estaba condicionada por la conducta humana. ¿El que un hombre sea pecador, incapacita al Cristo para actuar por su medio? ¿No puede él, todopoderoso, escoger el instrumente que desee? Cristo está por encima de toda miseria humana y se sirve aun de pecadores para otorgar su gracia. Desvarían cuando sostienen que los católicos carecen del Espíritu Santo. La realidad es que lo poseen y con mayor derecho que ellos, porque no se han separado del Cuerpo de Cristo porque tienen amor, y la prueba es que no han roto la unidad. Un argumento aún más perentorio prueba que los sacramentos administrados por los católicos son válidos. Su formulación es célebre: ¿Bautiza Pedro? Es Cristo quine bautiza. ¿Bautiza Judas? Es Cristo quien bautiza. Quien bautiza es siempre Cristo, que lo hace por medio de los hombres, aunque sean pecadores. Como Él es Santo, es Él quien hace santo. Afirmar que es inválido el sacramento administrado por Cristo es una osadía. Tal es la enseñanza continua de San Agustín (Luis Vizcaíno, 2000, p. 113-114).

De ella sigue como corolario que no cabe rebautizar a nadie. En el momento del bautismo Cristo ha puesto en el alma del cristiano un sello que no se borra jamás, aunque este reniegue de Él. El bautismo es como el título que garantiza los derechos de Cristo sobre el bautizado. Y esos derechos son ya definitivos sobre toda reivindicación posterior. Agustín se mostró benigno con los donatistas. Siempre esperó llevarlos a la unidad por convicción, sin el empleo de la fuerza. Rechazaba el que se les obligase a pasar a la Iglesia católica. Siempre pidió misericordia para ellos. Siempre fue contrario que les aplicarse la pena capital, aun en casos de delitos comunes. Incesante fue su actividad para conseguir que se mitigasen las penas de quienes estaban bajo el rigor de la justicia (Epístola 105).

5. La catolicidad de la Iglesia es de plan divino para el bien salvífico del hombre

San Agustín encuentra la profecía de la catholica,es decir, de la Iglesia extendida por toda la tierra a lo largo de toda la Escritura. Dios habla de ella cuando dice al Hijo te daré en herencia las naciones (Contra Petiliano II, 23, 25); también cuando se nos dice del mensaje de los apóstoles que a todo el mundo llega su noticia, hasta los confines de la tierra su palabra (II, 29, 94) y ella esta anunciada por el profeta en la imagen de la piedra que se convirtió en un monte y llenó toda la tierra (II, 28, 91ss). Así continúa el obispo de Hipona citando cantidad de textos bíblicos desde el Génesis (AT) hasta el Apocalipsis (NT) como testimonios de la catolicidad de la Iglesia (Carta a los católicos sobre la secta donatista III, 6 –XII, 32).

De la rica variedad de estas citas de la Escritura podemos destacar finalmente dos textos fundamentales, que son los que sustentan toda la argumentación y en torno a los cuales pueden agruparse todos los demás. El primero es un texto del Nuevo Testamento que recoge la última enseñanza que el Resucitado deja a sus discípulos. Y, entonces, abrió su inteligencia para que comprendieran las Escrituras y les dijo: así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén Lc 24, 44-47 (Contra Petiliano II, 14,33). Ratzinger opina que Agustín elige conscientemente el texto de Lucas en que el mismo Cristo, el Señor, une ambos Testamentos e interpreta el Antiguo Testamento mismo como promesa de la Iglesia de los pueblos del Nuevo Testamento (Ratzinger, 2014, p.158). De esta forma, el pasaje se convierte en la clave Evangélica de toda la rica abundancia de textos veterotestamentarios que hemos indicado anteriormente.

Junto a este primer grupo de textos, que tiene su centro en una pablara del evangelio, hay un segundo grupo en el cual una promesa del Antiguo Testamento se corresponde igualmente con una palabra reveladora del Nuevo. Se trata de la Palabra de Dios a Abrahán: Por tus descendencias se bendecirán todas las naciones (Gn 22, 18), a la que responde interpretándola, esta del Nuevo Testamento: a tus descendencias, es decir, a Cristo Gal 3,16. Así la multitud de los pueblos que habita el orbe de la tierra aparece como el único pueblo de Abrahán que de la pluralidad separadora es ligado conjuntamente en una unidad interna por medio de la simiente una de Abrahán: Jesucristo.  Se puede constatar que en su lucha contra los donatistas Agustín encontró un primer punto de arranque para su compresión de la Iglesia como pueblo de Dios en la fundamentación del motivo de catholica en la promesa a Abrahán cristianamente entendida.

Para Agustín la herencia que Dios promete a Abrahán en las Sagradas Escrituras es el rasgo más significativo porque indica la universalidad. Puesto que tanto católicos como donatistas identificaban esa herencia con la auténtica Iglesia de Cristo, para demostrar quien encarnaba la católica entre ambas, Agustín tomó el término herencia del testamento desde el sentido legal y lo aplicó a un caso concreto.

La conferencia de Cartago comenzó con la disposición expresa de los católicos de unirse a los donatistas si estos conseguían probar la verdad de su Iglesia a partir de la Sagrada Escritura. Los textos bíblicos anteriormente citados el santo de Hipona los equiparaba a las cláusulas del testamento de Dios Padre a favor de su Hijo. La lógica del argumento era clara: Si la herencia de Dios, la Iglesia en este caso, tiene por nota clarísimamente la universalidad o católica, donde se halle la catolicidad se hallará la verdadera Iglesia. De esta manera un problema teológico: ¿cuál es la verdadera Iglesia de Cristo: ¿La católica o la donatista? Lo resolvía con el simple recurso a la geografía. No porque la geografía sea de por sí un criterio teológico, sino porque la voluntad de Dios nadie puede anularla. La fidelidad de Dios está por encima de todas las miserias humanas como las que habían dado origen del cisma. Renunciar a esa catolicidad de hecho y de extensión como hacían los donatistas implicaba reconocer que la promesa de Dios había quedado inefectiva, que su testamento había sido invalidado por el hombre (Luis Vizcaíno, 1980, p. 3-27). Para San Agustín entonces solo la Iglesia católica, en cuanto la única y verdaderamente universal católica universal, es la auténtica Iglesia de Cristo.


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