Nolasco Msemwa
3. El objetivo de la Conferencia de Cartago
El objetivo de los católicos en la Conferencia era esclarecer la verdad sobre tres asuntos conflictivos que estaban en el centro de la disputa entre los católicos y donatistas en la Iglesia del Norte de África, a saber: 1) El origen del cisma donatista, 2) Quién encarnaba la verdadera Iglesia de Cristo tras el cisma y, 3) Cómo determinar cuál es la verdadera Iglesia de Cristo, garante del mensaje salvífico.
3.1. El origen del cisma donatista
Se entiende por donatismo el cisma que dividió a
la Iglesia de África del Norte durante los siglos IV y V. Alguien lo ha
calificado de complejo fenómeno religioso y madre de todas las divisiones. O
carcoma destructora de la floreciente Iglesia africana. El nombre proviene del
obispo Donato, cabecilla de los disidentes
(Frend, 1952, p. 1-24; Langa,
1988, p. 5-31). Históricamente, la escisión de la comunidad cristiana se
produjo a raíz de la persecución de Diocleciano. La chispa saltó al ser
ordenado Ceciliano como obispo de Cartago. Entre los consagrantes se contaba
uno que, para evitar el martirio había entregado a los perseguidores los Libros
Sagrados, sabiendo que iba a ser dados a las llamas. Este fue el motivo aducido
por varios prelados para negar la validez de tal consagración y romper la unidad
de la Iglesia (Luis Vizcaíno,
2000, p. 111-116).
A partir de aquel momento y de modo progresivo,
en casi todas las ciudades del norte de África, existían dos iglesias, dos
obispos, dos cleros, dos celebraciones simultaneas del culto divino. A ello no
obstaba el que una y otra parte adorasen al mismo Dios, creyesen en el mismo
Jesucristo, proclamasen la misma esperanza, leyesen las mismas Escrituras y
recibiesen los mismos Sacramentos. La Iglesia que se autoproclamaba Una había
dejado de serlo en realidad. Tal era la situación en Hipona cuando Agustín
llegó para ejercer su ministerio sacerdotal. Como en tantos otros lugares,
también allí el donatismo era la Iglesia con más fuerza mientras que los
católicos constituían una minoría, con frecuencia humillada (Ibid., p. 111).
En múltiples cartas antidonatistas, San Agustín
analiza cuidadosamente las acusaciones que los donatistas dirigen a los católicos
como justificación del cisma. Uno de ellos es la mencionada consagración de
Ceciliano. Según los donatistas, un traidor, filii de Judas no puede
transmitir el Espíritu Santo, la gracia de Dios. Sencillamente uno “no puede
dar lo que no tiene”. El hecho de entregar los Códices sagrados a la autoridad
civil para que los quemara, constituye una traición a la fe y, por lo que quien
lo realiza pierde la gracia del Espíritu Santo y, en consecuencia, no puede
consagrar válidamente, lo que, obviamente afecta al consagrado.
San Agustín, en la carta 43 dirigida a los
donatistas, muestra, con testimonios de documentos civiles y eclesiásticos, que
las acusaciones contra Ceciliano y Félix de Aptunga eran falsas como quedó
probado ante las autoridades competentes. Por lo tanto, los fundamentos del cisma
no responden a la realidad de los hechos, sino a rumores con los que se
encubren intereses mundanos y partidistas. En un texto largo de esta carta dice
el Santo de Hipona a los donatistas:
Dignaos recordar que estuve en vuestra ciudad y traté con vosotros
algunas materias referentes a la unidad católica. De vuestra parte
presentasteis ciertas actas en las que apareció que casi setenta obispos
condenaron en su tiempo a Ceciliano, obispo cartaginés de nuestra comunión, con
sus colegas y con los que le consagraron. También se ventiló en aquel concilio
la causa de Félix Aptungitano, con mucha mayor hostilidad y malicia que las
demás. Después de leído todo, contesté: no era maravilla que los promotores del
cisma juzgasen temerariamente que debían condenarlos. Contra las víctimas
presionaban los émulos y perdidos, levantando el acta correspondiente. Afirmé
que, por cierto, los reos estaban ausentes y no conocían el pleito. Advertí que
nosotros teníamos otras actas eclesiásticas. Según ellas, Segundo Tigisitano,
que era entonces el primado de Numidia, había dejado al juicio de Dios a
los traditores, que
estaban presentes y confesaron su delito. Les permitió quedarse como estaban en
sus sedes episcopales. Os dije que esos nombres de los traidores confesos
aparecían entre los que condenaron a Ceciliano; el mismo Segundo presidía el
concilio en que condenó por traidores a unos ausentes el voto de otros
traidores presentes y confesos, a quienes perdonó el primado. Os afirmé que
luego sobrevino la ordenación de Mayorino, a quien infame y alevosamente
elevaron frente a Ceciliano, levantando altar contra altar y desgarrando la
unidad de Cristo con discordias furiosas. Poco después pidieron los acusadores
de Ceciliano al emperador Constantino obispos que juzgasen, mediante un
arbitraje, aquellos pleitos que en África rompían el vínculo de la reciente
paz. Así se hizo. Estaban presentes Ceciliano y los que pasaron el mar para
acusarle. El juez era Melquíades, obispo entonces de Roma, y estaba asistido
por los colegas que a petición de los donatistas envió el emperador. Nada pudo
probarse contra Ceciliano. Por eso se le confirmó en el episcopado y se reprobó
a Donato, quien, para acusar a Ceciliano, estaba presente. Terminado el pleito,
todos los donatistas permanecieron tercos en su cisma criminal. El emperador se
cuidó de que la misma causa fuese examinada y liquidada con mayor diligencia en
Arlés. Pero los donatistas apelaron de la sentencia eclesiástica y quisieron
que el mismo Constantino viese la causa. Así se ejecutó, y en presencia de las
dos partes fue declarado inocente Ceciliano. Con todo, los donatistas se
alejaron vencidos, pero se mantuvieron en su perversidad. Terminé advirtiendo
que tampoco se había logrado silenciar la causa de Félix Aptungitano, sino que,
por orden del príncipe, fue también declarado inocente por acta proconsular. (Epístola
43, 2, 3-4).
Tras el cisma, los
donatistas reclamaban que la verdadera Iglesia de Cristo eran ellos por no
haber entregado la Biblia a la autoridad para que la quemara. Para ellos, la verdadera Iglesia quedaba reducida a este grupo
pequeño de los cristianos que en tales circunstancias eligieron la prisión o el
martirio. Solo ellos encarnaban la verdadera Iglesia de Cristo. Los cecilianistas,
Es decir, los católicos, y todos que se asociaban con ellos eran traidores.
Por otro lado, los católicos denunciaban a los
donatistas por haber secuestrado la Iglesia de Cristo y haberla arrinconada a una
esquina del mundo, concretamente en el norte de África, algo que va en contra de
las promesas divinas. Afirmaban que la Iglesia querida por Dios para la
salvación del hombre es católica, es decir, universal, está abierta a todos y
va creciendo hasta llegar a la recapitulación en Cristo. Por lo tanto, la
Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica, subsiste en la Iglesia
católica y no en la donatista. En ella s eencarna la verdadera Iglesia de
Cristo. De ahí el segundo problema que tuvo que resolver el Gran Conferencia de
Cartago. ¿Dónde está la verdadera Iglesia de Cristo?
Otro motivo por la cual se convocó la Conferencia
de Cartago en 411 fue esclarecer la verdad acerca de la naturaleza de la
Iglesia y así determinar quién la encarnaba realmente: ¿los donatistas o los
católicos? San Agustín lo precisa diciendo:
La cuestión que se debate entre nosotros es
ver dónde está la Iglesia, si en nosotros o en ellos. La Iglesia es una
solamente, a la que nuestros antepasados llamaron católica, para demostrar por
el solo nombre que está en todas partes…Pero esta Iglesia es el Cuerpo de
Cristo, como dice el Apóstol: En
favor de su cuerpo, que es la Iglesia. De donde resulta claro que todo
el que no se encuentra entre los miembros de Cristo, no puede tener la
salvación de Cristo. Ahora bien, los miembros de Cristo se unen entre sí
mediante la caridad de la unidad y por la misma están vinculados a su Cabeza,
que es Cristo Jesús. (De unitate ecclesiae II, 2).
Para entender lo que Conferencia
de Cartago (411) había de esclarecer, es importante comprender, en primer
lugar, la evolución de la percepción de la Iglesia en la tradición africana
antes y después de la erupción del cisma donatista. Sobre imagen de la Iglesia
hay que decir que los cristianos africanos de la época de Agustín la percibían
como la mujer fuerte, la Catholica.
La Iglesia Católica era la Madre: Una
Madre, prolífica con descendencia: de ella nacemos, de su seno somos nutridos,
de su espíritu somos vivificados. (Epístola 34, 3). La Iglesia era para
ellos la seguridad y la pureza que, en un mundo gobernado por poderes
demoníacos, protegía al creyente
(Brown, 2000, p. 207-210). Los africanos concebían según imágenes
tomadas del Cantar de los Cantares: “Una mujer sin
mancha ni arruga; un jardín cerrado, una fuente sellada, un manantial de agua
viva, un paraíso que da fruto” (Ct 4,11-13).
Tras el cisma, las diferentes facciones conciben
la Iglesia de maneras distintas. Para los los donatistas, tras el pecado de traditio, la verdadera Iglesia está
compuesta solo por los justos, los que no entregaron los Libros Sagrados a la
autoridad civil, manteniéndose así fieles a la fe cristiana. Su principio es:
los justos deben separarse de los pecadores: si no lo hacen, se contaminan y
ellos mismo se hacen pecadores. La verdadera Iglesia de Cristo solo comprende a
los justos: es la Iglesia de los santos. Por tanto, Félix de Aptungi y
Ceciliano, manchados por el pecado de traditio, quedaban excluidos y
quien mantenía el contacto con ellos incurrían en pecado y se apartaban de la
Iglesia (Boyer, 1972, p.17-25)
Los donatistas se presentaban asimismo como la Iglesia
pura inmaculada, sin mancha. De hecho, se autoproclamaban herederos de la
Iglesia de los mártires, debido a las persecuciones que debieron padecer de
parte del emperador en cuanto cismáticos y, luego herejes. Se consideraban como
el pueblo fiel, que se había preservado incontaminado del mundo impuro. En
consecuencia, juzgaban a su iglesia como la verdadera Iglesia de Cristo, la
única poseedora del Espíritu Santo. Solo ella, por lo tanto, podía donarlo en
la administración de los sacramentos. El bautismo, como cualquier otro
sacramento, únicamente se tenía por válido, si era conferido por un ministro
donatista. Nadie más que él podía otorgar el Espíritu, porque pertenecía a la
Iglesia poseedora del mismo (Ibid, p.112).
A la luz de todo ello, los donatistas consideran
a la Iglesia católica como la Iglesia de los pecadores, los traditores, es decir, de quienes
entregaron los Libros Sagrados para que fueran arrojados a las llamas. Iglesia
perseguidora, por tener de su parte al emperador, no la perseguida como lo
había sido la de Cristo con anterioridad. Iglesia, por lo tanto, desposeída del
Espíritu Santo. Tenían por nulos los sacramentos administrados por los
católicos. ¿Quién puede dar, argumentaban, lo que no tiene? ¿Cómo uno que no es
santo puede hacer santo al otro? Este
planteamiento teórico tuvo como secuela práctica el rebautizar a todos los
católicos que, desertando, pasaban a las filas donatistas (Ibid,
p.112; Langa, 1988, p.130-155)
Agustín dedicó muchos
días y años de su vida para restablecer la unidad rota por el cisma donatista.
Con ese objetivo predicaba, escribía libros, rebatía los de los contrarios,
debatía en presencia de los fieles de uno y otro bando, componía poseías con
rima y ritmo pegadizo al oído para que, de este modo, la gente retuviese mejor
la posición de los católicos. En fin, se valía de todos los medios que su rica
inteligencia e imaginación le ofrecían para apartar de los católicos la
tentación de pasarse al bando de los donatistas y para traer a esto a la
católica (Luis Vizcaíno, 2000, p. 112)
Contra la alteración
donatista de los datos histórico, a los católicos les informaba con documentos
en la mano, de cómo habían acontecido realmente los hechos (Epístola 43). Sacaba a la luz las
calumnias de que eran víctimas los católicos (Epístola 93, 1-3). Les mostraba que los donatistas habían cometido
con anterioridad lo que les recriminaban a ellos. Movido no por interés de
erudito, sino pastoral espulgó cuantos archivos oficiales pudo. Con la polémica
no buscaba más que devolver la unidad a cuantos se gloriaban del nombre de
cristianos, restituir a la Iglesia la unidad que Cristo deseó para ella y por
la cual había orado al Padre (Epístola
105, 1, 1-2).
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