Francisco Javier Bernad Morales
Todos estamos familiarizados con las menciones a los samaritanos en el Evagelio: la parábola en que uno de ellos auxilia a un viajero herido, al que previamente han desasistido un sacerdote y un levita (Lc, 10, 25,37); el diálogo junto al pozo entre Jesús y la samaritana (Jn. 4, 1,30), o la orden a los Doce de que prediquen sin dirigirse a los gentiles ni entrar en ciudades samaritanas (Mt, 10, 5,6). Claramente se percibe que nos hallamos ante un grupo mirado con desdén por los judíos y con el que estos evitan en lo posible relacionarse. Temo, sin embargo, que las causas de esta animadversión no sean suficientemente conocidas, por lo que aventuraré un somero intento de explicación.
Comencemos por las respectivas creencias y prácticas religiosas tal como habían llegado a fijarse en la época de Jesús. Judíos y samaritanos comparten la creencia en el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Moisés, el Dios de la Alianza, el Señor único, Creador de todo lo existente, que liberó a su pueblo de Egipto; e igualmente aguardan la venida del Mesías. A partir de aquí comienzan las diferencias. Los samaritanos solo reconocen carácter sagrado a la Torá (lo que los cristianos llamamos el Pentateuco) en tanto que no aceptan que el resto del Tanaj (la Biblia hebrea, para nosotros el Antiguo Testamento) tenga esta categoría. Rechazan asimismo la centralización del culto en Jerusalén y sitúan su lugar santo en el monte Gerizim. Por eso dice la mujer en la conversación aludida:
“Nuestros antepasados adoraron [a Dios] en este monte, pero vosotros decís que el sitio donde hay que adorar está en Jerusalén.” (Jn. 4, 20).
Utilizando un término un tanto anacrónico diríamos que los judíos consideran herejes a los samaritanos, en tanto que estos se ven a sí mismos como los auténticos depositarios de la ley dada a Moisés.
En posteriores artículos expondré las circunstancias que llevaron a la ruptura entre ambos grupos.
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