21 enero 2025

Fuisteis extranjeros en el país de Egipto. Reflexiones sugeridas por la lectura de "Esperanza"

Francisco Javier Bernad Morales

Comienza la autobiografía del papa Francisco con un relato estremecedor: el de un naufragio, el del trasatlántico Principessa Mafalda que hacía el trayecto entre Génova y Buenos Aires, hundido el 25 de octubre de 1927 frente a la costa brasileña. No era un buque lujoso, aunque lo había sido en unos tiempos ya lejanos, antes de que la falta de mantenimiento lo convirtiera en un mamotreto flotante en el que trasladar a gentes ansiosas por rehacer su vida en otro mundo, lejos de la miseria. Para ese barco habían sacado pasaje Giovanni Bergoglio, su esposa Rosa y su hijo Mario, pero la imposibilidad de vender sus escasos bienes antes de la partida, los llevó a aplazar el viaje. Saldrían finalmente el 1 de febrero de 1929. Andando el tiempo, Mario se casaría con otra hija de inmigrantes, Regina, y de ellos nacería en 1936 su primer hijo, Jorge Mario.

Es un recuerdo familiar que conduce a la evocación de otras tragedias. La del Sirio, también hundido, o las quizá aún más espeluznantes, los muertos por hambre en el Matteo Bruzzo y el Carlo Raggio, por asfixia en el Frisca o por cólera en el Remo. Francisco menciona solo barcos italianos, pero no parece aventurado suponer que los españoles, los griegos, los irlandeses, los polacos, etc. viajaban en parecidas condiciones y experimentaban los mismos padecimientos. Aunque ha transcurrido un siglo desde entonces, no son hechos del pasado, sino que continúan sucediendo cada día ante nuestros ojos. Hay diferencias, claro está. Ahora disponemos de medios tecnológicos que nos muestran en nuestra propia casa, en nuestro propio teléfono móvil, los rostros de las víctimas. Ahora podemos contemplar en directo su sufrimiento. Son imágenes desgarradoras que enseguida olvidamos. Quizá la visión cotidiana del horror haya embotado nuestra sensibilidad. Compiten además por nuestra atención con otras más amables y en apariencia intrascendentes.  Pero no nos engañemos, solo lo son en apariencia, pues cumplen una función: la de cegarnos ante el abismo que se abre a nuestro alrededor. Hay otra obvia diferencia. En aquel tiempo eran los europeos, en particular los del sur y el este, así como los irlandeses, quienes emigraban. Hoy nuestros países, Italia y España, están entre los que se han convertido en el destino soñado por los desheredados.

Entonces, como ahora, la realidad distaba mucho del atractivo cuadro pintado por los agentes de inmigración que recorrían aldeas y pueblos contando las maravillas de ultramar, relatando historias de éxito frecuentemente falsas y ocultando los fracasos y sufrimientos. Muchos jornaleros, arrendatarios y obreros se dejaban seducir por un espejismo. Otros, más escépticos, se decidían también a emprender la aventura: al fin y al cabo lo peor que les podría ocurrir ―pensaban― sería seguir pasando hambre. La emigración no ofrecía certezas, sino simplemente una esperanza, por leve que fuera, de mejora. Tras haber gastado a menudo sus pocos recursos en el viaje, al llegar a Buenos Aires, después de la desinfección y un examen médico, les aguardaba un barracón cenagoso de madera carcomida, eufemísticamente denominado Hotel de Inmigrantes, en el que podían permanecer un máximo de cinco días, un tiempo que se suponía suficiente para encontrar trabajo. Los abuelos de Francisco tuvieron suerte. Otros familiares los habían precedido y los acogieron.

Por eso ―cuenta Francisco― en su primer viaje como pontífice, acudió a Lampedusa, esa pequeña isla italiana del centro del Mediterráneo, a la que, procedentes de África, llegan tantos inmigrantes con riesgo de su vida, tras haber dejado atrás entre las olas a muchos otros compañeros menos afortunados.

Se trata, como se ha señalado, de una historia plenamente actual que nos llama a reflexionar sobre nuestra responsabilidad como habitantes del mundo desarrollado ante quienes, procedentes del sur global, abandonan una tierra que no les ofrece perspectivas para proyectos de futuro. El recuerdo de ese tiempo, en términos históricos reciente, en que los europeos buscábamos en otras tierras el sustento que en nuestro suelo se nos negaba debiera bastar para que grabáramos en nuestro corazón el mandato del Éxodo: «No molestarás al extranjero ni le oprimirás, pues extranjeros fuisteis vosotros en el país de Egipto» (Éx 22,21). Porque el pueblo de Israel sufrió maltrato y opresión en tierra extraña se le ordena no que pague con la misma moneda, sino justamente que haga lo contrario: que acoja al extranjero: «Como a uno de vuestros indígenas habéis de considerar al extranjero que con vosotros es huésped y le amarás como a ti mismo, pues extranjeros habéis sido en el país de Egipto» (Lv 19,34). Nuestro comportamiento, sin embargo, incluso el de muchos que nos consideramos cristianos y hasta frecuentamos la iglesia y recibimos los sacramentos, se aleja con frecuencia del mandato divino. Cada día hallan más eco las voces que señalan al inmigrante como una amenaza para nuestro bienestar y nuestra identidad colectiva, y, en consecuencia, preconizan la erección de barreras defensivas de orden legal y hasta físico. Cabe decir, remedando a los animales rebeldes de Orwell: «Todos los hombres son hermanos, pero unos son más hermanos que otros»

Ciertamente, los seres humanos vivimos necesariamente en comunidad y poseemos, por tanto, identidades colectivas. Son estas múltiples como también lo son las comunidades a que pertenecemos, aunque, como es natural, plantean grados de compromiso y exigencia muy variables. Ser socio de un club deportivo o miembro de una asociación de antiguos alumnos no es equiparable a pertenecer a una confesión religiosa o poseer una nacionalidad. Todas ellas tienen, sin embargo, en común el establecer lazos de cohesión entre sus miembros y, al mismo tiempo, definir una frontera que los separa del exterior. El mundo queda así dividido en dos grupos: nosotros y los otros.

Desde el siglo XIX la nación se convierte en el referente cardinal de la identidad colectiva y cala de tal manera en las conciencias que permea incluso el universalismo católico y el internacionalismo revolucionario. La consigna «los proletarios no tienen patria» contenida en el Manifiesto Comunista deja paso, ante la creciente amenaza de la Alemania hitleriana, a «la Unión Soviética es la patria del proletariado». En consecuencia, el objetivo de la III Internacional se desplaza desde la propagación mundial de la revolución a la defensa de la Unión Soviética, En el interior, en tanto, se reaviva el espíritu patriótico mediante el recurso a grandes mitos del nacionalismo ruso, como el príncipe Alejandro Nevski, canonizado por la Iglesia ortodoxa y símbolo de la victoria sobre el expansionismo germánico de los caballeros teutónicos. A él le dedicó Eisenstein en 1938 una película que sería galardonada con el premio Stalin.

En la estela del romanticismo alemán, una multitud de historiadores, folkloristas, filólogos y pensadores en general se habían lanzado a la búsqueda de los rasgos definitorios del Volksgeist, el espíritu propio que singulariza a cada pueblo y se transmite de generación en generación, pero que solo alcanza la plenitud de sus posibilidades cuando el Volk se constituye como estado nación. Charles Maurras, líder de Action Française, un literato y político agnóstico, antialemán ―aunque colaboracionista durante el régimen de Vichy― y más clásico que romántico, verá en el catolicismo un elemento esencial del espíritu nacional; de ahí extraerá el corolario de que protestantes y judíos no son auténticos franceses, sino traidores, cuando no en acto, al menos en potencia. Que Dreyfuss hubiera o no cometido la acción que se le imputaba era, en realidad,  irrelevante frente al innegable hecho de que era judío. En nuestro país, una corriente de pensamiento en la que destacan como figuras eminentes Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu, ambos (el segundo en su madurez), al contrario de Maurras, sinceramente católicos, interpretará España como una nación forjada en la lucha secular contra judíos, musulmanes y protestantes, a la que la Providencia ha elegido para llevar el Evangelio a los confines del mundo. La nación no es para ellos una forma transitoria de organización social, sino una realidad dotada de unos caracteres específicos que la diferencian de las demás naciones, se hunden en un pasado remoto y están llamados a perpetuarse a través de los siglos en cumplimiento de un destino propio ―«Sobre España inmortal, solo Dios», escribió el doctor Albiñana, fundador del Partido Nacionalista Español―. De hecho, la nación deviene un ídolo y la distinción entre nosotros y los otros, inherente a toda identidad colectiva y en general inofensiva ―los no socios no pueden participar en determinadas actividades―, se torna en una oposición de carácter absoluto. La comunidad no solo se cierra sobre sí misma y restringe a sus miembros los lazos de solidaridad ―primero debemos satisfacer las necesidades de los nuestros y, en todo caso, luego atenderemos a los otros―, sino que expulsa de su seno a quien no comparte los rasgos que supuestamente la diferencian. Si aceptamos con Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu que el catolicismo es elemento esencial del ser español, se impone una consecuencia lógica: el no católico, sea cual fuere su origen, no puede ser aceptado como miembro legítimo de la comunidad nacional.

El inmigrante aparece como el otro, siempre mirado con suspicacia. En momentos de dificultades será el chivo expiatorio sobre el que cargar las frustraciones de la comunidad: tiene otras costumbres, nos quita el trabajo, vive de los servicios sociales, es un delincuente… Pero Jesús, cuando le preguntan ¿quién es mi prójimo? nos conduce a una respuesta inesperada que parece desafiar el sentido común. Nuestro prójimo resulta ser el samaritano (Lc 10, 25-37), por tanto, el otro. Pero ¿por qué lo elige a él y no a un gentil como símbolo de la alteridad? Sin duda, porque pertenece a una comunidad despreciada. Aunque quizá haya más razones. La frontera mental entre el gentil y el judío es evidente, pero el samaritano se sitúa en una zona ambigua. Él también es monoteísta y da culto a Yahveh, su libro sagrado es la Torá (el Pentateuco) y su profeta, Moisés. Hay, claro está, diferencias: rechaza los Profetas y los Escritos ―que junto a la Torá constituyen el Tanaj (la Biblia judía)― y su templo no se yergue en Jerusalén, sino en el monte Gerizim.  En realidad, es alguien cercano, tanto que un observador desprevenido quizá lo tomara por uno de nosotros. Por eso, para evitar que su alteridad se difumine, los muros levantados contra él son más altos y más gruesos. No es algo que deba sorprendernos. Los cristianos no nos hemos comportado de distinta manera. También nosotros hemos construido barreras para separarnos no solo de los paganos o de los judíos y musulmanes, sino también de los herejes, es decir, de aquellos que declarándose seguidores de Cristo no comparten algunas de nuestras creencias: el católico contra el protestante y el protestante contra el católico. Nuestra historia rezuma sangre derramada en nombre de Cristo. Pero Jesús no quiere eso, él dialoga con la samaritana (Jn 4), no nos llama a erigir muros, sino a derribar las barreras de la alteridad. Nos dice: el herido es tu hermano, no desvíes tu camino, no apartes la vista, no le preguntes por su patria, por su lengua o por su Dios; míralo al rostro y socórrelo.

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