09 agosto 2021

Recuerdo de Edith Stein

Francisco Javier Bernad Morales 

Han transcurrido ya setenta y nueve años desde aquel 9 de agosto en que la monja carmelita sor Teresa Benedicta de la Cruz, su hermana Rosa y muchos otros deportados agonizaron juntos mientras el gas envenenaba su sangre y los sofocaba. Primero morían los más débiles, los niños y los ancianos, luego las mujeres y, por último, los jóvenes sanos y fuertes. Tras veinte o veinticinco minutos nadie quedaba con vida. Finalmente, tras las necesarias operaciones de limpieza, el proceso recomenzaba con otro cargamento. Así una y otra vez, durante días, meses y años hasta que las víctimas se contaron por millones. Tras una serie de tentativas más o menos afortunadas se había dado con una forma limpia, eficaz y barata de producir cadáveres. Tanto Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, como Franz Stangl, quien ocupó el mismo puesto en Sobibor y Treblinka, se muestran a sí mismos, el primero en sus memorias y el segundo en las entrevistas que en la cárcel le hizo Gitta Sereny, como concienzudos gerentes de establecimientos industriales. En vano buscaremos en sus palabras un atisbo de remordimiento. En su lugar, al menos en Höss, percibiremos la íntima satisfacción de quien, gracias a su fortaleza de carácter y sus dotes organizativas, ha sido capaz de llevar a término una misión excepcionalmente difícil.

Pero dejemos de lado a los verdugos y volvamos nuestra mirada hacia esa masa de seres aterrorizados incapaces de imaginar lo que les aguarda, lo que ya les está ocurriendo. Guiados como corderos hacia el matadero, cada uno de ellos es un sujeto único e irrepetible en el que se entrecruzan multitud de afectos, saberes y experiencias; de amores y también, por qué no, de odios, de heroísmos y miserias, de generosidades y mezquindades. Pronto se desvanecerán en el aire y en muchos casos, de ellos no quedará siquiera el dolor en el corazón de familiares y amigos, pues estos habrán sufrido su mismo destino. Otros, en cambio, habían alcanzado tal notoriedad en vida que su recuerdo persistirá en nuestra memoria. Al honrarlos, debemos recordar también a aquellas mujeres y aquellos hombres, a aquellos niños desconocidos hacinados junto a ellos en la cámara de gas.

Teresa Benedicta de la Cruz, de nombre secular Edith Stein, había nacido en 1891 en el seno de una familia judía y había desarrollado una brillante carrera universitaria, llegando a ser la primera mujer en obtener un doctorado en filosofía en Alemania. Discípula, como Martin Heidegger, del también judío Edmund Husserl, su investigación se centró en la empatía, es decir, en la capacidad para ponerse en el lugar afectivo de otro, de sentir como él. Defensora de los derechos de la mujer, una compleja evolución intelectual la condujo desde el ateísmo hasta la fe católica, en la que fue bautizada el 1 de enero de 1922, a los treinta años de edad. Fue un proceso largo en el que influyeron experiencias personales como la muerte en el frente de su amigo Adolf Reinach y particularmente la manera en que su viuda afrontó la desgracia; y también la lectura de las obras de san Agustín, san Ignacio de Loyola, Kierkegaard y, sobre todo, santa Teresa de Jesús. En los años siguientes desarrolló una intensa actividad como docente y conferenciante e intentó establecer puentes entre la filosofía tomista, entonces oficial en la Iglesia Católica, y la fenomenología. Esta actividad terminó abruptamente con la llegada al poder del nazismo y la consiguiente aprobación de medidas discriminatorias contra los judíos. Fue entonces cuando solicitó la entrada en la orden del Carmelo, en cuyo convento de Colonia tomó los hábitos en abril de 1934. Desde allí escribió a Pío XI una carta en la que, como religiosa católica e hija de Israel, denunciaba la persecución contra los judíos. Ante la radicalización antisemita del régimen nazi, el 31 de diciembre de 1938 fue enviada al Carmelo de Echt en los Países Bajos, donde poco después se le unió su hermana Rosa, también convertida al catolicismo. El nuevo destino, sin embargo, pronto se volvió tan inseguro como Alemania, pues el 10 de mayo de 1940, la Wehrmacht, en flagrante violación de la neutralidad, invadió los Países Bajos. Detenidas por la Gestapo el 2 de agosto de 1942, Edith y Rosa fueron conducidas al campo de concentración de Amersfoort y poco después al de  Westerbork, desde donde fueron enviadas a Auschwitz.

El 11 de octubre de 1998, Juan Pablo II canonizó a Teresa Benedicta de la Cruz, a quien un año más tarde proclamó copatrona de Europa.

Al recordar su figura, debemos tener presente que Edith Stein sufrió el martirio como hija de Israel, en virtud de unas disposiciones inicuas que condenaban a muerte a todo aquel cuyos abuelos hubieran practicado la religión judía. De haber vivido en aquel tiempo, hace menos de cien años, Jesús, María y todos los apóstoles habrían perecido también en las cámaras de gas o tiroteados al borde de una fosa.  Y sin embargo, los cristianos, no solo los católicos, debemos preguntarnos si con nuestra actitud no habremos contribuido a allanar el camino que condujo a aquella abominación. Sobre nuestra conciencia pesan siglos de rechazo y de discriminación, de ridiculización de unas prácticas religiosas que no hacíamos ningún esfuerzo por conocer, y de acusaciones de deicidio y de falsos crímenes rituales; lo que en ocasiones ha propiciado expulsiones y matanzas. No es, claro está, el racismo biológico nazi, pero qué duda puede caber de que ha sembrado un odio que a unos les ha facilitado la participación en los crímenes y a muchos más los ha ayudado a mirarlos con indiferencia.



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