Francisco Javier Bernad Morales
Han transcurrido ya setenta y nueve años desde aquel 9 de
agosto en que la monja carmelita sor Teresa Benedicta de la Cruz, su hermana
Rosa y muchos otros deportados agonizaron juntos mientras el gas envenenaba su
sangre y los sofocaba. Primero morían los más débiles, los niños y los
ancianos, luego las mujeres y, por último, los jóvenes sanos y fuertes. Tras
veinte o veinticinco minutos nadie quedaba con vida. Finalmente, tras las
necesarias operaciones de limpieza, el proceso recomenzaba con otro cargamento.
Así una y otra vez, durante días, meses y años hasta que las víctimas se
contaron por millones. Tras una serie de tentativas más o menos afortunadas se
había dado con una forma limpia, eficaz y barata de producir cadáveres. Tanto
Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, como Franz Stangl, quien ocupó el mismo
puesto en Sobibor y Treblinka, se muestran a sí mismos, el primero en sus
memorias y el segundo en las entrevistas que en la cárcel le hizo Gitta Sereny,
como concienzudos gerentes de establecimientos industriales. En vano buscaremos
en sus palabras un atisbo de remordimiento. En su lugar, al menos en Höss,
percibiremos la íntima satisfacción de quien, gracias a su fortaleza de
carácter y sus dotes organizativas, ha sido capaz de llevar a término una
misión excepcionalmente difícil.
Pero dejemos de lado a los verdugos y volvamos nuestra
mirada hacia esa masa de seres aterrorizados incapaces de imaginar lo que les
aguarda, lo que ya les está ocurriendo. Guiados como corderos hacia el
matadero, cada uno de ellos es un sujeto único e irrepetible en el que se
entrecruzan multitud de afectos, saberes y experiencias; de amores y también,
por qué no, de odios, de heroísmos y miserias, de generosidades y mezquindades.
Pronto se desvanecerán en el aire y en muchos casos, de ellos no quedará
siquiera el dolor en el corazón de familiares y amigos, pues estos habrán
sufrido su mismo destino. Otros, en cambio, habían alcanzado tal notoriedad en
vida que su recuerdo persistirá en nuestra memoria. Al honrarlos, debemos
recordar también a aquellas mujeres y aquellos hombres, a aquellos niños
desconocidos hacinados junto a ellos en la cámara de gas.
Teresa Benedicta de la Cruz, de nombre secular Edith Stein,
había nacido en 1891 en el seno de una familia judía y había desarrollado una
brillante carrera universitaria, llegando a ser la primera mujer en obtener un
doctorado en filosofía en Alemania. Discípula, como Martin Heidegger, del
también judío Edmund Husserl, su investigación se centró en la empatía, es
decir, en la capacidad para ponerse en el lugar afectivo de otro, de sentir
como él. Defensora de los derechos de la mujer, una compleja evolución
intelectual la condujo desde el ateísmo hasta la fe católica, en la que fue
bautizada el 1 de enero de 1922, a los treinta años de edad. Fue un proceso
largo en el que influyeron experiencias personales como la muerte en el frente
de su amigo Adolf Reinach y particularmente la manera en que su viuda afrontó
la desgracia; y también la lectura de las obras de san Agustín, san Ignacio de
Loyola, Kierkegaard y, sobre todo, santa Teresa de Jesús. En los años
siguientes desarrolló una intensa actividad como docente y conferenciante e
intentó establecer puentes entre la filosofía tomista, entonces oficial en la
Iglesia Católica, y la fenomenología. Esta actividad terminó abruptamente con
la llegada al poder del nazismo y la consiguiente aprobación de medidas
discriminatorias contra los judíos. Fue entonces cuando solicitó la entrada en
la orden del Carmelo, en cuyo convento de Colonia tomó los hábitos en abril de
1934. Desde allí escribió a Pío XI una carta en la que, como religiosa católica
e hija de Israel, denunciaba la persecución contra los judíos. Ante la
radicalización antisemita del régimen nazi, el 31 de diciembre de 1938 fue
enviada al Carmelo de Echt en los Países Bajos, donde poco después se le unió
su hermana Rosa, también convertida al catolicismo. El nuevo destino, sin
embargo, pronto se volvió tan inseguro como Alemania, pues el 10 de mayo de
1940, la Wehrmacht, en flagrante violación de la neutralidad, invadió
los Países Bajos. Detenidas por la Gestapo el 2 de agosto de 1942, Edith y Rosa
fueron conducidas al campo de concentración de Amersfoort y poco después al
de Westerbork, desde donde fueron
enviadas a Auschwitz.
El 11 de octubre de 1998, Juan Pablo II canonizó a Teresa
Benedicta de la Cruz, a quien un año más tarde proclamó copatrona de Europa.
Al recordar su figura, debemos tener presente que Edith
Stein sufrió el martirio como hija de Israel, en virtud de unas disposiciones
inicuas que condenaban a muerte a todo aquel cuyos abuelos hubieran practicado la
religión judía. De haber vivido en aquel tiempo, hace menos de cien años, Jesús,
María y todos los apóstoles habrían perecido también en las cámaras de gas o
tiroteados al borde de una fosa. Y sin
embargo, los cristianos, no solo los católicos, debemos preguntarnos si con
nuestra actitud no habremos contribuido a allanar el camino que condujo a
aquella abominación. Sobre nuestra conciencia pesan siglos de rechazo y de
discriminación, de ridiculización de unas prácticas religiosas que no hacíamos
ningún esfuerzo por conocer, y de acusaciones de deicidio y de falsos crímenes
rituales; lo que en ocasiones ha propiciado expulsiones y matanzas. No es,
claro está, el racismo biológico nazi, pero qué duda puede caber de que ha
sembrado un odio que a unos les ha facilitado la participación en los crímenes
y a muchos más los ha ayudado a mirarlos con indiferencia.
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