Tras la fiesta de Santa Mónica, celebramos hoy, 28 de agosto, la de su hijo, San Agustín, un hombre dotado de una profunda inteligencia a la par que de una delicada sensibilidad y una imperiosa necesidad de hallar un sentido al mundo. Tras explorar durante años diversos caminos su ardiente búsqueda de la verdad, una búsqueda que no debemos entender como una mera especulación intelectual, sino como un doloroso proceso que compromete lo más profundo del espíritu, encontró al fin el reposo tras constatar que lo que con tanto anhelo había perseguido se hallaba en su propio interior: “tú me eras más íntimo que mi propia intimidad y más alto que lo más alto de mi ser” (Confesiones III, 6, 11). Rüdiger Safranski, un filósofo alejado del cristianismo, ha visto así la conversión:
“La razón de que Agustín se convierta al Dios de las
Sagradas Escrituras no es que quiera escapar de una miseria, de una compunción
y la desesperación. Hemos de decir, a la inversa, que su amor desbordante busca
un recipiente en el que derramarse, y este solo puede ser Dios, pues solo Dios
es suficientemente espacioso”. (Safranski, Rüdiger, El mal o el drama de la
libertad, 2020, Madrid, Tusquets, p. 48).
Es el amor lo que impulsa la búsqueda de San Agustín, es
también el amor lo que lleva a su madre, Santa Mónica, a luchar por su hijo, a
no darlo nunca por perdido a pesar de su alejamiento, de sus desplantes,
incluso del amargo abandono en Cartago, cuando él a escondidas parte hacia
Italia, el que la hace seguirlo hasta Milán, donde al igual que ella lo
recupera, él se recupera a sí mismo.
Días antes de la muerte de Mónica, madre e hijo conversan en
Ostia y allí, sumergidos en su interioridad y embargados de amor a Dios, sus
espíritus se elevan a la contemplación de la eternidad:
“Seguimos ascendiendo aún más dentro de nuestro interior,
pensando, hablando y admirando tus obras. Y llegamos hasta nuestras mismas
mentes, y seguimos nuestro avance remontándolas hasta llegar a la región de la
abundancia inagotable, donde apacientas a Israel eternamente en los pastizales
de la verdad, allí donde la vida es la sabiduría por la cual se crean todas los
cosas de aquí: las presentes, las pasadas y las futuras, mientras que ella no
es creada por nadie, sino que hoy es como ayer y como será siempre. Mejor
dicho, en ella no hay un fue ni un será, sino solo un es, porque es eterna, ya
que lo que ha sido y lo que será no es eterno”. (Confesiones, IX, 10,
24).
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