El hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a
dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre.
Este respeto de Dios por los ojos de los hombres nos muestra que, cuando el
hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad luminosa
de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más
brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja
su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que
toda luz de Dios se ha encontrado en él, en su” vida luminosa”, en la que se
desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia
humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado,
iluminado y purificado por esta luz. Cuanto más se sumerge el cristiano en la
aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de entender y acompañar el
camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse como vía, la fe concierne también a la vida
de los hombres que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. En la
medida en que se abren al amor con corazón sincero y se ponen en marcha con
aquella luz que consiguen alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la
fe. Intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su
importancia para encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces
porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a
la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que esta sería todavía mayor
con la presencia de Dios….
Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a
Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina
iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
Carta Encíclica Lumen Fidei Cap II Si no creéis, no comprnderéis
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