01 septiembre 2024

La humanidad escindida

Francisco Javier Bernad Morales

El apresuramiento con que hace unos días redacté la nota sobre las víctimas del estalinismo y del nazismo [ver] hizo que quizá para algunos lectores la afirmación de que los dos regímenes, al entender la humanidad como escindida, niegan la posibilidad de principios éticos universales, resultara un tanto oscura. Quiero expresar con ella que para los ideólogos de ambos, la humanidad no existe en cuanto comunidad de todos los seres humanos, sino que es tan solo un concepto abstracto que oculta los radicales antagonismos que enfrentan a unos grupos con otros y que, de hecho, limitan al propio grupo el ámbito de validez de toda exhortación moral.

Para el nazismo, la causa de la escisión es biológica. De hecho, la idea de que la humanidad se divide en razas dotadas de aptitudes y temperamentos diferenciados tenía antes de la Segunda Guerra Mundial prácticamente la categoría de verdad indiscutible. Ya en la Francia del Antiguo Régimen, el conde de Boullainvilliers había defendido los privilegios feudales con el argumento de que los nobles descendían de los francos conquistadores, en tanto que el tercer estado lo hacía de los galorromanos vencidos. En nuestro país, aunque ha sido común que los linajes nobiliarios pretendieran remontarse hasta los godos, la expresión más acabada de este racismo al que podemos calificar de precientífico se encuentra en la supuesta hidalguía universal de los vizcaínos, derivada de no haberse mezclado con razas impuras y, sobre todo, en la obsesión por la limpieza de sangre, que en los siglos XVI y XVII permitió establecer una barrera entre los cristianos viejos y los llamados marranos, aquellos que contaban con judíos o musulmanes entre sus antepasados. Desde el siglo XIX, el racismo adopta con Gobineau un carácter pretendidamente científico que conlleva no solo la idea que la especie humana se divide en razas desigualmente dotadas cuyos rasgos distintivos se transmiten por herencia biológica, sino la de que estas diferencias permiten jerarquizarlas. Los blancos, caracterizados por su racionalidad, control de las pasiones y capacidad de trabajo, se situarían en la cima, en tanto que los demás ocuparían diversos lugares en una escala cuyos niveles inferiores corresponderían a las razas oscuras y salvajes, dominadas por los instintos y a las que apenas cabria calificar de humanas. Es una concepción a la que se sumaría pronto el darwinismo social, la idea de que en la sociedad, al igual que en la naturaleza, impera una feroz competencia en la que sobreviven los más aptos, en tanto que los débiles están condenados a la desaparición. Insisto en que se trata de ideas tenidas por académicamente respetables y ampliamente compartidas por europeos y eurodescendientes. Con ellas se justificaba no solo el dominio colonial sino también a menudo la desigualdad social en las metrópolis. El nazismo las asume como elementos capitales de su ideario, pero lo hace aportando algunos rasgos distintivos.

En primer lugar, la expansión colonial del Reich no se orientaría hacia ultramar, sino hacia los territorios del este de Europa habitados mayoritariamente por eslavos. El Generalplan Ost preveía la sustitución de estos, considerados racialmente inferiores, por colonos germanos. En realidad, nada sustancialmente distinto de lo que había ocurrido durante la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste o de Argentina en la Pampa y la Patagonia, por citar tan solo dos ejemplos. Los eslavos, excepto el número que se considerara necesario para realizar como mano de obra servil los trabajos que les requirieran sus amos, serían deportados a las zonas orientales más improductivas y diezmados por el hambre.

El segundo elemento es más original. Estriba en una concepción maniquea de la historia en que esta se presenta como un enfrentamiento agónico entre la fuerza creadora y luminosa encarnada en el ario, portador de los valores aristocráticos de la valentía, el honor y la lealtad, y el elemento destructor y tenebroso representado por el judío, al que se asocian los contravalores de la cobardía, la codicia y también la compasión. No constituye aquel una simple raza inferior al modo de los eslavos, sino un ente maligno, parasitario y corruptor que, a semejanza de las bacterias, segrega las toxinas que destruyen el cuerpo social: igualitarismo, democracia, feminismo, libertinaje sexual, capitalismo financiero, etc.  No cabe, pues, entre ambos más que una lucha inmisericorde que solo concluirá con la aniquilación de uno de los contendientes. En el mundo soñado por el nazismo nada obstaculizará el cumplimiento de lo que se considera una ley natural: el derecho de los fuertes a oprimir a los débiles.

El marxismo, del que el estalinismo es una versión o quizá una perversión, no encuentra las razones de la escisión de la humanidad en causas biológicas, sino sociales. La aparición de la propiedad privada, convertida en una suerte de pecado original, es lo que fractura a la humanidad en dos clases con intereses antagónicos. Son las relaciones que los seres humanos entablan independientemente de su voluntad en la producción de su vida material, lo que los separa en dos grupos opuestos: los propietarios de los medios de producción y aquellos que solo poseen su fuerza de trabajo y que, por tanto, para subsistir se ven obligados a venderla a los primeros. Al contario del maniqueísmo nacionalsocialista, el marxismo bebe de la tradición profética judeocristiana, si bien la despoja de toda trascendencia. La utopía socialista no se piensa como un mundo de señores y de siervos, sino como un edén en que, desaparecidas las relaciones de dominación y explotación, se habrá constituido realmente la humanidad. Nos hallamos ante una visión secularizada del tiempo mesiánico en que «el león pastará con el cordero» (Isaías, 65,25) y «forjarán de sus espadas azadas, y de sus lanzas podaderas. No alzará su espada nación contra nación, ni se adiestrarán ya en la guerra» (Isaías, 2,4). La violencia no se concibe como algo inmanente a la naturaleza humana, sino como un producto de la desigualdad social que, por lo tanto, está llamado a desaparecer con esta. Cabe, al menos teóricamente, la posibilidad de una transición pacífica. Ahora bien, mientras la humanidad esté escindida, toda apelación a unos valores universales se convierte en una trampa utilizada por las clases dominantes para ocultar una violencia estructural sin la cual no podrían mantener su posición privilegiada. De hecho, el único criterio válido para juzgar una acción será la medida en que esta acelere o retrase la desaparición de la propiedad privada y haga posible así el advenimiento de la auténtica humanidad libre de las relaciones de dominación y reconciliada consigo misma. Solo la llegada de esta dotará de significado a los enunciados éticos universales. En tanto,  la justificación o condena de la mentira, el robo, el asesinato y el terror no estará sujeta a consideraciones de orden moral, a las que, sin embargo, se podrá recurrir como elemento propagandístico, sino que dependerá del análisis pragmático de sus consecuencias sobre el proceso de emancipación.


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