Francisco Javier Bernad Morales
El apresuramiento con que hace
unos días redacté la nota sobre las víctimas del estalinismo y del nazismo [ver] hizo
que quizá para algunos lectores la afirmación de que los dos regímenes, al
entender la humanidad como escindida, niegan la posibilidad de principios
éticos universales, resultara un tanto oscura. Quiero expresar con ella que
para los ideólogos de ambos, la humanidad no existe en cuanto comunidad de
todos los seres humanos, sino que es tan solo un concepto abstracto que oculta
los radicales antagonismos que enfrentan a unos grupos con otros y que, de
hecho, limitan al propio grupo el ámbito de validez de toda exhortación moral.
Para el nazismo, la causa de la
escisión es biológica. De hecho, la idea de que la humanidad se divide en razas
dotadas de aptitudes y temperamentos diferenciados tenía antes de la Segunda
Guerra Mundial prácticamente la categoría de verdad indiscutible. Ya en la
Francia del Antiguo Régimen, el conde de Boullainvilliers había defendido los
privilegios feudales con el argumento de que los nobles descendían de los
francos conquistadores, en tanto que el tercer estado lo hacía de los
galorromanos vencidos. En nuestro país, aunque ha sido común que los linajes
nobiliarios pretendieran remontarse hasta los godos, la expresión más acabada
de este racismo al que podemos calificar de precientífico se encuentra en la
supuesta hidalguía universal de los vizcaínos, derivada de no haberse mezclado
con razas impuras y, sobre todo, en la obsesión por la limpieza de sangre, que
en los siglos XVI y XVII permitió establecer una barrera entre los cristianos
viejos y los llamados marranos, aquellos que contaban con judíos o musulmanes
entre sus antepasados. Desde el siglo XIX, el racismo adopta con Gobineau un
carácter pretendidamente científico que conlleva no solo la idea que la especie
humana se divide en razas desigualmente dotadas cuyos rasgos distintivos se
transmiten por herencia biológica, sino la de que estas diferencias permiten
jerarquizarlas. Los blancos, caracterizados por su racionalidad, control de las
pasiones y capacidad de trabajo, se situarían en la cima, en tanto que los
demás ocuparían diversos lugares en una escala cuyos niveles inferiores
corresponderían a las razas oscuras y salvajes, dominadas por los instintos y a
las que apenas cabria calificar de humanas. Es una concepción a la que se
sumaría pronto el darwinismo social, la idea de que en la sociedad, al igual
que en la naturaleza, impera una feroz competencia en la que sobreviven los más
aptos, en tanto que los débiles están condenados a la desaparición. Insisto en
que se trata de ideas tenidas por académicamente respetables y ampliamente
compartidas por europeos y eurodescendientes. Con ellas se justificaba no solo
el dominio colonial sino también a menudo la desigualdad social en las
metrópolis. El nazismo las asume como elementos capitales de su ideario, pero
lo hace aportando algunos rasgos distintivos.
En primer lugar, la expansión
colonial del Reich no se orientaría hacia ultramar, sino hacia los territorios
del este de Europa habitados mayoritariamente por eslavos. El Generalplan Ost
preveía la sustitución de estos, considerados racialmente inferiores, por
colonos germanos. En realidad, nada sustancialmente distinto de lo que había
ocurrido durante la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste o de
Argentina en la Pampa y la Patagonia, por citar tan solo dos ejemplos. Los
eslavos, excepto el número que se considerara necesario para realizar como mano
de obra servil los trabajos que les requirieran sus amos, serían deportados a
las zonas orientales más improductivas y diezmados por el hambre.
El segundo elemento es más
original. Estriba en una concepción maniquea de la historia en que esta se
presenta como un enfrentamiento agónico entre la fuerza creadora y luminosa
encarnada en el ario, portador de los valores aristocráticos de la valentía, el
honor y la lealtad, y el elemento destructor y tenebroso representado por el
judío, al que se asocian los contravalores de la cobardía, la codicia y también
la compasión. No constituye aquel una simple raza inferior al modo de los
eslavos, sino un ente maligno, parasitario y corruptor que, a semejanza de las
bacterias, segrega las toxinas que destruyen el cuerpo social: igualitarismo,
democracia, feminismo, libertinaje sexual, capitalismo financiero, etc. No cabe, pues, entre ambos más que una lucha
inmisericorde que solo concluirá con la aniquilación de uno de los
contendientes. En el mundo soñado por el nazismo nada obstaculizará el
cumplimiento de lo que se considera una ley natural: el derecho de los fuertes
a oprimir a los débiles.
El marxismo, del que el
estalinismo es una versión o quizá una perversión, no encuentra las razones de
la escisión de la humanidad en causas biológicas, sino sociales. La aparición
de la propiedad privada, convertida en una suerte de pecado original, es lo que
fractura a la humanidad en dos clases con intereses antagónicos. Son las
relaciones que los seres humanos entablan independientemente de su voluntad en
la producción de su vida material, lo que los separa en dos grupos opuestos:
los propietarios de los medios de producción y aquellos que solo poseen su
fuerza de trabajo y que, por tanto, para subsistir se ven obligados a venderla
a los primeros. Al contario del maniqueísmo nacionalsocialista, el marxismo
bebe de la tradición profética judeocristiana, si bien la despoja de toda
trascendencia. La utopía socialista no se piensa como un mundo de señores y de
siervos, sino como un edén en que, desaparecidas las relaciones de dominación y
explotación, se habrá constituido realmente la humanidad. Nos hallamos ante una
visión secularizada del tiempo mesiánico en que «el león pastará con el
cordero» (Isaías, 65,25) y «forjarán de sus espadas azadas, y de sus
lanzas podaderas. No alzará su espada nación contra nación, ni se adiestrarán
ya en la guerra» (Isaías, 2,4). La violencia no se concibe como algo
inmanente a la naturaleza humana, sino como un producto de la desigualdad
social que, por lo tanto, está llamado a desaparecer con esta. Cabe, al menos
teóricamente, la posibilidad de una transición pacífica. Ahora bien, mientras
la humanidad esté escindida, toda apelación a unos valores universales se
convierte en una trampa utilizada por las clases dominantes para ocultar una
violencia estructural sin la cual no podrían mantener su posición privilegiada.
De hecho, el único criterio válido para juzgar una acción será la medida en que
esta acelere o retrase la desaparición de la propiedad privada y haga posible
así el advenimiento de la auténtica humanidad libre de las relaciones de
dominación y reconciliada consigo misma. Solo la llegada de esta dotará de
significado a los enunciados éticos universales. En tanto, la justificación o condena de la mentira, el
robo, el asesinato y el terror no estará sujeta a consideraciones de orden
moral, a las que, sin embargo, se podrá recurrir como elemento propagandístico,
sino que dependerá del análisis pragmático de sus consecuencias sobre el
proceso de emancipación.
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