Francisco Javier Bernad Morales
Desde 2009 el 23 de agosto quedó instituido como Día Europeo
de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo. Se eligió esta
fecha porque en ella se produjo en 1939 la firma del acuerdo entre Alemania y
la Unión Soviética, conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop, cuya inmediata
consecuencia sería el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Cuatro años después,
el 24 de agosto de 1943, fallecía en Ashford, cerca de Londres, la filósofa
Simone Weil. Si no hubiera huido a tiempo de Francia, debido a su condición
judía ― aunque sus convicciones religiosas la situaran en el ámbito del
catolicismo―, con toda probabilidad la muerte la habría alcanzado, al igual que
a Edith Stein, en un campo de exterminio. Su vida fue breve, pero le bastó para
legarnos no solo una obra escrita que no pierde interés, sino sobre todo el
testimonio de un compromiso inquebrantable con los débiles. Sus principios
éticos no surgen de un análisis racional al modo kantiano, sino que son la
manifestación de una extraordinaria sensibilidad, de una capacidad de empatía
que la lleva a vivir el dolor del otro como su propio dolor. Es eso lo que la
hace llorar cuando, como recordaría no sin extrañeza Simone de Beauvoir, lee en
el periódico la noticia de una hambruna en China. Frente a unos regímenes
totalitarios que conciben a la humanidad como escindida, sea por motivos
biológicos como el nazismo o sociales como el estalinismo, y, por tanto, niegan
la posibilidad de principios éticos universales, Simone Weil nos llama a mirar el
rostro sufriente de nuestro prójimo.
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