Papa Francisco
«Queridos
hermanos y hermanas, buenas tardes. Compartimos con alegría y agradecimiento
este momento de oración que nos introduce en el Domingo de la Misericordia, muy
deseado por san Juan Pablo II para hacer realidad una petición de santa
Faustina.
Los
testimonios que han sido presentados —por los que damos gracias— y las lecturas
que hemos escuchado abren espacios de luz y de esperanza para entrar en el gran
océano de la misericordia de Dios. ¿Cuántos son los rostros de la misericordia,
con los que él viene a nuestro encuentro?
Son
verdaderamente muchos; es imposible describirlos todos, porque la misericordia
de Dios es un crescendo continuo. Dios no se cansa nunca de manifestarla y
nosotros no deberíamos acostumbrarnos nunca a recibirla, buscarla y desearla.
Siempre es algo nuevo que provoca estupor y maravilla al ver la gran fantasía
creadora de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su amor.
Dios
se ha revelado, manifestando muchas veces su nombre, y este nombre es
“misericordioso” (cf. Ez 34,6). Así como la naturaleza de Dios es grande e
infinita, del mismo modo es grande e infinita su misericordia, hasta el punto
que parece una tarea difícil poder describirla en todos sus aspectos.
Recorriendo
las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la misericordia es sobre
todo cercanía de Dios a su pueblo. Una cercanía que se manifiesta
principalmente como ayuda y protección.
Es
la cercanía de un padre y de una madre que se refleja en una bella imagen del
profeta Oseas: «Con lazos humanos los atraje, con vínculos de amor. Fui para
ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para
darle de comer» (11,4).
Es
muy expresiva esta imagen: Dios toma a cada uno de nosotros y nos alza hasta
sus mejillas. Cuánta ternura contiene y cuánto amor manifiesta. He pensado en
esta palabra del Profeta cuando he visto el logo del Jubileo. Jesús no sólo
lleva sobre sus espaldas a la humanidad, sino que además pega su mejilla a la
de Adán, hasta el punto que los dos rostros parecen fundirse en uno.
No
tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades
(cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios
se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido,
en cierto modo, con cada hombre.
Trabajó
con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de nosotros, en todo semejantes a nosotros, excepto en el
pecado» (Gaudium et spes, 22).
Por
lo tanto, en Jesús no sólo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que
somos impulsados a convertirnos nosotros mismos en instrumentos de su
misericordia. Puede ser fácil hablar de misericordia, mientras que es más
difícil llegar a ser testigos de esa misericordia en lo concreto. Este es un
camino que dura toda la vida y no debe detenerse. Jesús nos dijo que debemos
ser “misericordiosos como el Padre” (cf. Lc 6,36).
¡Cuántos
rostros, entonces, tiene la misericordia de Dios! Ésta se nos muestra como
cercanía y ternura, pero en virtud de ello también como compasión y
comunicación, como consolación y perdón. Quién más la recibe, más está llamado
a ofrecerla, a comunicarla; no se puede tener escondida ni retenida sólo para
sí mismo.
Es
algo que quema el corazón y lo estimula a amar, porque reconoce el rostro de Jesucristo
sobre todo en quien está más lejos, débil, solo, confundido y marginado. La
misericordia sale a buscar la oveja perdida, y cuando la encuentra manifiesta
una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos de cada persona;
cada una es preciosa para ella, porque cada una es única.
Queridos
hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el
amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que no hayamos alcanzado el objetivo;
que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen
necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el
Padre (cf. 2 Co 5,14-20).
No
debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta el punto de ir
más allá de nosotros mismos, para darnos la posibilidad de reconocer su rostro
en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente por este amor y llegaremos a ser
misericordiosos como el Padre.
Hemos
escuchado el Evangelio: Tomás era un terco, no había creído y encontró la fe
cuando tocó las llagas del Señor. Una fe que no es capaz de ponerse en las
llagas del Señor no es fe. Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como
son signo de misericordia las llagas del Señor, no es fe, es idea, es
ideología.
Nuestra
fe está encarnada en un Dios que se hizo carne, que se hizo pecado, que fue
llagado por nosotros.
Pero
si nosotros queremos creer verdaderamente y tener la fe, tenemos que acercarnos
y tocar esa llaga, acariciar esa llaga. Y también agachar la cabeza y dejar que
los otros acaricien nuestras llagas.
Entonces
que sea el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el amor, Él es la
misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su
acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los caminos que nos indica.
Permanezcamos
con el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo; y así,
perdonados y reconciliados, entrados en las llagas del Señor seamos testigos de
la alegría que brota del haber encontrado al Señor Resucitado, vivo entre
nosotros».
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