23 enero 2014

La nueva evangelización

Joseph Ratzinger

La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo esta proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?
Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al inicio de su vida pública: he venido para evangelizar a los pobres (cf. Lc 4, 18). Esto significa: yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; yo os muestro el camino de la vida, el camino que lleva a la felicidad; más aún, yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia... todos los vicios que arruinan la vida de las personas y el mundo. Por eso, hace falta una nueva evangelización. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona.
I. Estructura y método de la nueva evangelización
1. Estructura
Antes de hablar de los contenidos fundamentales de la nueva evangelización quisiera explicar su estructura y el método adecuado. La Iglesia evangeliza siempre y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización. Cada día celebra el misterio eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la palabra de vida, la palabra de Dios, y se compromete en favor de la justicia y la caridad. Y esta evangelización produce fruto: da luz y alegría; da el camino de la vida a numeroso personas. Muchos otros viven, a menudo sin saberlo, de la luz y del calor resplandeciente de esta evangelización permanente. Sin embargo, existe un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos esenciales, que resulta preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿cómo vivir?
Por eso buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida y que no se debe interrumpir nunca, una nueva evangelización, capaz de lograr que la escuche ese mundo que no tiene acceso a la evangelización "clásica". Todos necesitan el Evangelio. El Evangelio está destinado a todos y no sólo a un grupo determinado, y por eso debemos buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio a todos.
Sin embargo, aquí se oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato, los grandes números. Y este no es el método del reino de Dios. Para el reino de Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31-32). El reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No; no es esta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización significa no contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido en el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 26-29).
Las grandes cosas comienzan siempre con un granito y los movimientos de masas son siempre efímeros. En su visión del proceso de la evolución, Teilhard de Chardin habla del "blanco de los orígenes": el inicio de las nuevas especies es invisible y está fuera del alcance de la investigación científica. Las fuentes se hallan ocultas; son demasiado pequeñas. En otras palabras, las grandes realidades tienen inicios humildes. Prescindamos ahora de si Teilhard tiene razón, y hasta qué punto, con sus teorías evolucionistas: la ley de los orígenes invisibles refleja una verdad presente precisamente en la acción de Dios en la historia. "No por ser grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí porque te amo...", dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y así expresa la paradoja fundamental de la historia de la salvación: ciertamente, Dios no cuenta con grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia.
Gran parte de los parábolas de Jesús indican esta estructura de la acción divina y responden así a las preocupaciones de los discípulos, los cuales esperaban del Mesías éxitos y señales muy diferentes: éxitos del tipo que ofrece Satanás al Señor "Te daré todo esto, todos los reinos del mundo..." (cf. Mt 4, 9).
Desde luego, san Pablo, al final de su vida, tuvo la impresión de que había llevado el Evangelio hasta los confines de la tierra, pero los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios seculares. En realidad fueron la levadura que penetra en la masa y llevaron en su interior el futuro del mundo (cf. Mt 13, 33).
Un antiguo proverbio reza: "Éxito no es un nombre de Dios". La nueva evangelización debe actuar como el grano de mostaza y no ha de pretender que surja inmediatamente el gran árbol. Nosotros vivimos con una excesiva seguridad por el gran árbol que ya existe o sentimos el afán de tener un árbol aún más grande, más vital. En cambio, debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y un granito. En la historia de la salvación siempre es simultáneamente Viernes santo y Domingo de Pascua.
2. El método
De esta estructura de la nueva evangelización deriva también el método adecuado. Ciertamente, debemos usar de modo razonable los métodos modernos para lograr que se nos escuche; o, mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche a nosotros; no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones; lo que queremos es servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio a Aquel que es la Vida.
Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso en favor del Evangelio: "Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibía; si otro viene en su propio nombre, a ese lo recibiréis" (Jn 5, 43).
Lo que distingue al anticristo es el hecho de que habla en su propio nombre. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del amor suyo, cuyas personas son "relaciones puras", el acto puro de entregarse y de acogerse. El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangelizador; más aún, evangelizar no es tanto una forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser portavoz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga" (Jn 16, 13), dice el Señor sobre el Espíritu Santo.
Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización es al mismo tiempo una forma eclesiológica: el Señor, y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de la Iglesia. "No hablar en nombre propio" significa hablar en la misión de la Iglesia.
De esta ley de renuncia al propio yo se siguen consecuencias muy prácticas. Todos los métodos racionales y moralmente aceptables se deben estudiar; es un deber usar estas posibilidades de comunicación. Pero las palabras y todo el arte de la comunicación no pueden llevar a la persona humana hasta la profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando, dice don Dídimo, por ejemplo: "Jesús predicaba de día y oraba de noche". Con esta breve noticia quería decir: Jesús debía hablar de Dios a sus discípulos.
Eso vale siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar impregnada una intensa vida de oración.
Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y oraba de noche, pero eso no es todo. Su vida entera, como demuestra de modo muy hermoso el evangelio de san Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su palabra.

El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza, formuló esta ley de fecundidad en parábola del grano de trigo que cae tierra y muere (cf. Jn 12, 24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo y, juntamente con el misterio del grano de mostaza, es fundamental para la nueva evangelización. Toda la historia lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Aquí quisiera recordar solamente el inicio de la evangelización en la vida de san Pablo.
El éxito de su misión no fue fruto de la retórica o de la prudencia pastoral; su fecundidad dependió de su sufrimiento, de su unión a la pasión de Cristo (cf. 1 Cor 2, 1-5; 2 Cor, 5, 7; 11; 10 s; 11, 30; Gal 4, 12-14). "No se dará otro signo que el signo del profeta Jonás" (Lc 1 29), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado, son los testigos que completan "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24). En todas las épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.
... exige violencia
San Agustín dice lo mismo de modo muy hermoso, interpretando el texto de san Juan donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar, es decir, la institución de su primado, están íntimamente relacionados (cf. Jn 21, 16). San Agustín lo comenta así: "Apacienta mis ovejas, es decir, sufre por mis ovejas" (Sermón 32: PL 2, 640). Una madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor: "El reino de Dios exige violencia" (M 11, l2; Lc 10, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestra vida. El proceso de renuncia al propio yo, al que me he referido antes, es la forma concreta (expresada de muchas formas diversas) de dar la propia vida. Ya lo dijo el Salvador: "Quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
II. Los contenidos esenciales de la nueva evangelización
1. Conversión
En relación a los contenidos de la nueva evangelización, antes que nada se debe tener presente que no se puede escindir el Antiguo del Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de Juan Bautista: ¡Convertios! No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta a la llamada del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la síntesis de su propio predicar: "convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).
La palabra griega usada para "convertirse" significa: volver a pensar, poner en discusión el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría, de los hombres, sino en el juicio de Dios, con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no implica un moralismo, la reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad. "Conversión" (Metanoia) significa justamente lo contrario: salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor de los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente el aspecto social de la conversión. En efecto, la conversión es, ante todo, un acto muy personal y es personalización. Yo me separo de la fórmula "vivir como todos" (no me siento más justificado por el hecho que todos hacen cuanto hago yo) y encuentro delante de Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera personalización es siempre también una nueva y más profunda socialización. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, de esta manera nace un nuevo Nosotros. Si el estilo de vida extendido en el mundo implica el peligro de la des-personalización, del vivir no mi propia vida, sino la vida de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo Nosotros del camino común con Dios. Anunciando la conversión también debemos ofrecer una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con las palabras; el Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión puramente individual no tiene consistencia...
2. El Reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito, como una condición fundamentalmente propia, el anuncio del Dios viviente. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y también debe ser el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: Reino de Dios. Sin embargo, Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir: Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una lejana "causa última", Dios no es el "gran arquitecto" del deísmo que ha construido la máquina del mundo y ahora estaría fuera, por el contrario Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En la conferencia de despedida de su cátedra de la Universidad de Münster, el teólogo J. B. Metz ha pronunciado cosas que no se esperaban. Metz en el pasado nos había enseñado el antropocentrismo, el verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento del estado secular del mundo. Después nos ha enseñado la teología política el carácter político de la fe; más tarde la "memoria peligrosa"; finalmente la teología narrativa. Después de haber recorrido este camino largo y difícil, nos dice hoy: El verdadero problema de nuestro tiempo es la "Crisis de Dios", la ausencia de Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía, un hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón : El "unum necessarium" para el hombre es Dios. Todo cambia, si hay Dios o no hay Dios. Desgraciadamente también nosotros los cristianos vivimos a veces como si Dios no existiese ("si Deus non daretur"). Vivimos según el cliché: No hay Dios y si lo hay, no interesa. Por este motivo, la evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. El Catequismo de la Iglesia Católica).
También aquí debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede hacerse conocido sólo con las palabras. No se conoce una persona si se sabe de esta persona sólo a través de otra. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hay complementariedad entre la oración personal ("en el propio dormitorio", sólo delante de los ojos de Dios), oración común "paralitúrgica" ("religiosidad popular") y oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que nada, oración; su especificidad consiste en el hecho que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo, la liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. El anuncio de Dios es guía para la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por esto la liturgia (los sacramentos) no es un tema junto a la predicación del Dios viviente, sino la puesta en práctica de nuestra relación con Dios. En este contexto quisiera hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Muchas veces nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se vuelve enseñanza, cuyo criterio es: hacerse entender, la consecuencia es con frecuencia hacer banal el misterio, la preponderancia de nuestras palabras, la repetición de la fraseología que parece más accesible y más agradable a la gente. Pero esto es un error no solamente teológico, sino también psicológico y pastoral.
La moda del esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento demuestran que en nuestras liturgias falta algo. Justamente en nuestro mundo actual tenemos necesidad del silencio, del misterio por encima del individuo, de la belleza. La liturgia no es la invención del sacerdote que celebra o de un grupo de especialistas; la liturgia ("el rito") ha crecido en un proceso orgánico durante los siglos, porta consigo el fruto de la experiencia de la fe de todas las generaciones. Aunque si los participantes no entienden quizá cada una de las palabras, perciben el significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las palabras. No es el celebrante el centro de la acción litúrgica; el celebrante no está delante del pueblo en su nombre, no habla de sí y para sí, sino "in persona Cristi". No cuentan la capacidad personal del celebrante, sino sólo su fe, en la que se hace transparente Cristo. "Es necesario que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30).
3. Jesucristo
Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y concretizado en el tema Jesucristo: Sólo en Cristo y a través de Cristo el tema de Dios se vuelve realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, la concretización del "Yo soy", la respuesta al Deísmo. Actualmente es grande la tentación de reducir Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, a un hombre puro. No se niega necesariamente la divinidad de Jesús, sino que con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en el marco de nuestra historiografía. Pero este "Jesús histórico" no es sino un artefacto, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios viviente (cf. 2 Cor 4, 4s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito: el así llamado "Jesús histórico" es una figura mitológica, auto inventada por los diferentes intérpretes. Los doscientos años de historia del "Jesús histórico" reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este período.
No puedo, en el marco de esta conferencia, entrar en los contenidos del anuncio del Salvador. Quisiera brevemente aludir a dos aspectos importantes. El primero es el seguimeinto de Cristo, Cristo se ofrece como camino de mi vida. Seguir a Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Una tentativa similar necesariamente fracasa, sería un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más alta: asimilarse a Cristo y, en este modo, llegar a la unión con Dios. Una palabra como ésta quizás suena extraña a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad, todos tenemos sed del infinito: de una libertad infinita, de una felicidad sin límites. Toda la historia de las revoluciones de los últimos doscientos años se explica sólo así. La droga se explica así. El hombre no se contenta con soluciones bajo el nivel de la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la "serpiente" (Gén 3, 5), es decir, por la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental. El seguimiento de Cristo no es un argumento moral, sino un tema "mistérico", un conjunto de acción divina y de respuesta nuestra.
De esta manera, encontramos presente en el tema de la secuela el otro centro de la cristología, del cual quisiera decir algo: el misterio pascual, la cruz y la resurrección. En las reconstrucciones del "Jesús histórico" normalmente el tema de la cruz no tiene significado. En una interpretación "burguesa" se vuelve un incidente, por sí mismo evitable, sin valor teológico; en una interpretación revolucionaria se vuelve la muerte heroica de un rebelde. La verdad es diferente. La cruz pertenece al misterio divino, es expresión de su amor hasta el fin (Jn 13, 1). El seguimiento de Cristo es participación a su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se vuelve el nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).
4. La vida eterna
Un último elemento central de toda evangelización verdadera es la vida eterna. Actualmente debemos con nueva fuerza anunciar en la vida diaria nuestra fe. Quisiera mencionar aquí solamente un aspecto muchas veces descuidado de la predicación de Jesús: El anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce y nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Esta predicación es, por lo tanto, anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o no hacer lo que quiere. Él será juzgado. Él debe dar cuenta de sus actos. Esta certeza tiene valor para los potentes así como para los simples. Donde ésta sea respetada, están trazados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia y sólo Él puede hacerlo a fin de cuentas.
Esto podremos lograrlo mejor, cuanto más estemos en capacidad de vivir bajo los ojos de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio. De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una buena nueva. Lo es para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y buscan la justicia. De esta modo se comprende también la conexión entre el "Reino de Dios" y los "pobres", los que sufren y todos aquellos de los cuales hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña. Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios Juez: hay justicia.
Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiere que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la seriedad de la responsabilidad que nos implica, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores, haciendo así posible la penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de manera maravillosa en las palabras de San Juan: delante de Dios, tranquilizaremos nuestro corazón, cualquier cosa éste nos reproche. "Dios es más grande que nuestra conciencia, y todo lo conoce" (1 Jn 3, 19s).
La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducir esta bondad a una cosa melindrosa sin verdad. Sólo creyendo al justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6) abrimos nuestro corazón y nuestra vida a la misericordia divina. Se ve: no es verdad que la fe en la vida eterna hace insignificante la vida terrestre. Por el contrario. Sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso. Dios no es el otro concursante de nuestra vida, sino quien garantiza nuestra grandeza. De esta manera volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de muchas cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy simple. Hablemos de Dios y del hombre, y así decimos todo.

Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.2000.


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