30 diciembre 2011

El precio a pagar

Francisco Javier Bernad Morales

En el último número de Estudio Agustiniano he publicado una recensión del libro autobiográfico de Joseph Fadelle.

FADELLE, Joseph, El precio a pagar, RIALP, Madrid, 2011, 21,5 x 14,5, 207 pp.

Joseph Fadelle, llamado antes Mohammed y miembro de una poderosa familia chií de Irak, narra en esta obra autobiográfica las penalidades que hubo de afrontar tras su conversión al cristianismo. Durante años, en la época de la dictadura laica de Sadam Husein, se vio obligado a frecuentar a escondidas las iglesias cristianas, siempre con el temor de ser descubierto y con el sufrimiento añadido de un acogimiento tibio, plagado de desconfianza hasta el extremo de que le es negado el bautismo. Entiéndase: los cristianos constituían una minoría tolerada, pero el abandono del islam y el proselitismo se castigaban, como aún ocurre en muchos países musulmanes, con la muerte. Por admitir a un hombre, toda la comunidad quedaba expuesta al peligro. En medio de angustiosas dificultades, Mohammed consigue la adhesión al cristianismo de su esposa, pero la conducta extraña de ambos, sus inexplicadas desapariciones los domingos, sus cada día más frecuentes excusas para eludir la oración en familia, acaban por despertar sospechas, y finalmente son descubiertos. Mohammed debe comparecer ante su propio padre, quien somete el caso a la autoridad suprema del ayatolá. El veredicto de este no deja lugar a dudas: el retorno al islam o la muerte. Pero se le dará un tiempo para pensar. Sin más acusaciones, un familiar que trabaja en los servicios secretos hace que lo encarcelen y lo sometan a largas sesiones de tortura. Se busca de esta manera quebrantar su voluntad y también que denuncie a los cristianos con quienes ha mantenido trato. Al cabo de unos meses, tan inexplicablemente como lo detuvieron lo ponen en libertad. Pero ahora debe guardarse ante todo de su propia familia. En un primer momento, con ayuda de algunos miembros de la comunidad cristiana, consigue escapar a Jordania, donde finalmente, junto a su esposa e hijos, recibe el bautismo. Pero su situación apenas se ha aliviado. El permiso de residencia caduca pronto con lo que se convierte en un residente ilegal, expuesto a ser deportado a Irak en cualquier momento. Debe, pues, ocultar tanto su identidad como su conversión, dado que esta, la apostasía, también está castigada en Jordania, donde solo se tolera a los cristianos de nacimiento. El peligro alcanza su cumbre cuando es descubierto y secuestrado por su tío y sus hermanos, quienes, tras intentar en vano que reniegue del cristianismo, deciden darle una muerte a la que solo escapa por milagro o por casualidad. Sigue un desesperado intento de huida en que las puertas parecen cerrarse una tras otra, pero que finalmente, cuando casi no queda lugar para la esperanza, le llevará, junto a su esposa e hijos a Francia.

Más allá de la peripecia vital de Mohammed, interesa en el libro la descripción de la discriminación y las vejaciones a que son sometidos los cristianos en numerosos países musulmanes, y la opresión y vigilancia constante que ejerce el grupo familiar, o más propiamente tribal, sobre los individuos. No parece, al menos en este caso, que las convicciones religiosas tengan gran importancia. Nada se opone a la tibieza, a la indiferencia o al cumplimiento rutinario de ciertas obligaciones; pero la apostasía, el abandono del islam por otra religión, se percibe como una merma en el honor de la familia, una afrenta que daña su prestigio ante el resto de la comunidad. Por ese motivo, los parientes más próximos son los más interesados en el castigo del culpable. La ruptura entraña el riesgo de perder la vida, pero incluso cuando se consigue conservarla, supone la expulsión del mundo anterior, con el padre, la madre y los hermanos, súbitamente convertidos en irreconciliables enemigos.

27 diciembre 2011

Santo Tomás Becket: el poder espiritual frente al poder temporal

Francisco Javier Bernad Morales

Hace años publiqué en Estudio Agustiniano la recensión de una biografía de Santo Tomás Becket. Ya que la Iglesia le recuerda el 29 de diciembre, me parece oportuno reproducirla:

AUBÉ, Pierre. Tomás Becket, Ediciones Palabra, Madrid, 1994, 22,5 x 14,5, 378 pp.

Inicia Pierre Aubé la biografía de Santo Tomás Becket con el relato de la peregrinación de Enrique II de Inglaterra a la tumba del que fuera canciller del reino y arzobispo de Canterbury, asesinado cuatro años antes en el interior de la catedral por unos caballeros que creían cumplir la voluntad del rey. Pone así de relieve los peculiares lazos establecidos entre ambos, en una relación que pasa bruscamente desde una sincera amistad a un radical enfrentamiento. Son dos seres excepcionales que, si durante un tiempo trabajan juntos en pos de un mismo objetivo —el restablecimiento de la autoridad real, gravemente menoscabada bajo el antecesor de Enrique, el débil Esteban de Blois—, no pueden dejar de chocar, una vez que Tomás es colocado al frente de la iglesia de Inglaterra. Si como canciller había secundado con eficacia y diligencia los planes del rey para someter a la nobleza feudal, como arzobispo no puede callar ante el intento de controlar a la Iglesia. Se niega pues a aceptar las Constituciones de Clarendon que, so pretexto de restablecer las costumbres imperantes durante el reinado de Enrique I Beauclerc, limitaban drásticamente la autonomía eclesiástica. Se trata de un episodio más de las conflictivas relaciones entre el poder temporal y el espiritual en aquella Europa que desde hacía tiempo mostraba señas inequívocas de una renacida vitalidad. Tomás Becket es, en este sentido, un celoso seguidor del papa Gregorio VII, quien, apenas un siglo atrás, ha marcado el camino con su firmeza ante el emperador Enrique IV. Por otro lado, su acción transcurre en una Inglaterra, cuyo rey es además duque de Normandía y, por matrimonio, de Aquitania, lo que le convierte en el señor feudal más poderoso de Francia. En este reino hallará refugio Tomás durante años, bajo la protección de Luis VII, hasta que un precario acuerdo le permita regresar a Canterbury, donde pronto encontrará la muerte.

Aubé, que no disimula determinados rasgos poco favorables del carácter de Becket, tales como una inflexibilidad difícil de distinguir de la entereza, nos conduce a través de una evolución en la que aquel paso a paso gana en dignidad, hasta llegar al momento de la aceptación serena de la muerte: cuando, tras negar las acusaciones de traición, solo pide a los asesinos que respeten las vidas de quienes le acompañan. Dice una tradición, de la que se hace eco Aubé, aunque otros historiadores la consideran apócrifa, que Enrique VIII, el monarca que hizo ejecutar a Santo Tomás Moro, mandó destruir también los restos de Santo Tomás Becket. Quizá el hecho no sea cierto, pero si se trata de una invención, refleja que la conciencia popular no pudo dejar de establecer cierto paralelismo entre ambos santos y ambos reyes, unidos curiosamente por los nombres.

25 diciembre 2011

Reflexiones de San Ireneo de Lyon sobre el nacimiento de Cristo

Nos parece oportuno recordar en estas fechas navideñas un texto de San Ireneo de Lyon. Lo que sabemos sobre su vida se contiene en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea. Según este, Ireneo habría nacido en Asia Menor, probablemente en Esmirna, y allí habría conocido a Policarpo, discípulo del apóstol Juan. Hacia el 177 se encontraba en la Galia, donde sucedió a Potino como obispo de Lyon. Nada dice Eusebio de su muerte, de la que San Jerónimo indica que se habría producido hacia el 202 o el 203, durante la persecución de Septimio Severo.

A continuación reproducimos un fragmento de la Demostración de la predicación apostólica en que, sin citar sus nombres, San Ireneo polemiza con gnósticos como Saturnino o Basílides, para quienes Jesús habría sido hombre solo en apariencia:

Y cumplió lo prometido a David, pues Dios habíasele comprometido a suscitar del fruto de su seno un Rey eterno, cuyo reino no tendría ocaso. Este Rey es el Cristo, Hijo de Dios hecho hijo del hombre, es decir, nacido, como fruto, de la Virgen descendiente de David; y si la promesa fue el fruto de su seno […] era para anunciar lo que de singular y propio había en la producción de este fruto de un seno virginal procedente de David, que reina en la casa de David, por los siglos, y cuyo reino no conocerá el ocaso.

En tales condiciones, pues, realizaba magníficamente nuestra salvación, mantenía las promesas hechas a los patriarcas y abolía la antigua desobediencia. El Hijo de Dios se hace hijo de David e hijo de Abrahán. Para cumplir las promesas y recapitularlas en Sí mismo con el fin de restituirnos la vida, el Verbo de Dios se hizo carne por el ministerio de la Virgen, a fin de desatar la muerte y vivificar al hombre, porque nosotros estábamos encadenados por el pecado, y destinados a nacer a través del régimen de pecado y a caer bajo el imperio de la muerte.

Dios Padre, por su inmensa misericordia, envió a su Verbo creador, el cual, venido para salvarnos, estuvo en los mismos lugares, en la misma situación y en los ambientes donde nosotros hemos perdido la vida. Y rompió las cadenas que nos tenían prisioneros. Apareció su luz e hizo desaparecer las tinieblas de la prisión y santificó nuestro nacimiento y abolió la muerte, desligando aquellos mismos lazos en que nos habían encadenado. Manifestó la resurrección, haciéndose él en persona primogénito de los muertos; levantó en su persona al hombre caído por tierra, al ser elevado él a las alturas del cielo hasta la diestra de la gloria del Padre, como había Dios prometido por medio del profeta al decir: Levantaré la tienda de David, caída en tierra, es decir, el cuerpo que proviene de David. Nuestro Señor Jesucristo cumplió realmente esto actuando gloriosamente nuestra salvación, a fin de resucitarnos de veras y presentarnos libres al Padre. Y, si alguien no acepta su nacimiento de una virgen, ¿cómo va a admitir su resurrección de entre los muertos? Porque nada tiene de milagroso, extraño e inesperado, que resucite de entre los muertos el que no nació; ni siquiera podemos hablar de resurrección para el que vino a la existencia sin nacimiento; el innascible, en efecto, es también el inmortal, y quien no se ha sometido al nacimiento, tampoco será sujeto a la muerte. Pues quien no tomó principio del hombre, ¿cómo va a poder recibir su fin?

Si, pues, no nació, tampoco murió. Y, si no murió, tampoco resucitó de entre los muertos. Y, si no resucitó de entre los muertos, no es el vencedor de la Muerte ni el destructor de su imperio. Y, si no quedó vencida la Muerte, ¿cómo subiremos a la vida quienes, desde los orígenes de aquí abajo, sucumbimos al imperio de la Muerte? Según eso los que niegan al hombre la redención y no creen que Dios le resucitará de entre los muertos, desprecian también la natividad de nuestro Señor, a que por nosotros se sometió el Verbo de Dios al hacerse carne, a fin de mostrar la resurrección de la carne y tener la primacía sobre todos en el cielo: como primogénito de la mente del Padre, el Verbo perfecto dirige todas las cosas en persona y legifera en la tierra; como primogénito de la Virgen es justo, hombre santo piadoso, bueno, agradable a Dios, perfecto en todo, libra del infierno a los que le siguen; como primogénito de los muertos es origen y señal de la vida de Dios.

IRENEO DE LIÓN, Demostración de la predicación apostólica. Edición preparada por Eugenio Romero-Pose. Madrid, Ciudad Nueva, 2001. 36-41.

23 diciembre 2011

San Agustín y la Navidad

«Jesús yace en el pesebre, pero lleva las riendas del gobierno del mundo; toma el pecho, y alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad; está mamando, y lo adoran; no halló lugar en la posada, y Él fabrica templos suyos en los corazones de los creyentes. Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza... Así encendemos nuestra caridad para que lleguemos a su eternidad. San Agustín (Sermo 190,4: PL 38,1009).

«Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala; si le imitas, no trabajarás, porque Él dijo: Venid a mí todos los que estáis cargados». (Enarrat. in ps. 93,15: PL 37,1204).

«Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él. Retozad de placer, niños santos, que elegisteis principalmente a Cristo para imitarle en el camino de la pureza; brincad de alegría, vírgenes santas; la Virgen ha dado a luz para vosotras para desposaros con Él sin corrupción. Dad muestras de júbilo, justos, porque es el natalicio del Justificador. Haced fiestas vosotros los débiles y enfermos, porque es el nacimiento del Salvador. Alegraos, cautivos; ha nacido vuestro redentor. Alborozaos, siervos, porque ha nacido el Señor. Alegraos, libres, porque es el nacimiento del Libertador. Alégrense los cristianos, porque ha nacido Cristo» (Sermo 184,2: PL 38,996).

«Yacía en el pesebre, y atraía a los Magos del Oriente; se ocultaba en un establo, y era dado a conocer en el cielo, para que por medio de él fuera manifestado en el establo, y así este día se llamase Epifanía, que quiere decir manifestación; con lo que recomienda su grandeza y su humildad, para que quien era indicado con claras señales en el cielo abierto, fuese buscado y hallado en la angostura del establo, y el impotente de miembros infantiles, envuelto en pañales infantiles, fuera adorado por los Magos, temido por los malos» (Sermo 220,1: PL 38,1029).  

17 diciembre 2011

Equilibrio personal y paz interior: amor y autoestima

Carmen Sáez Gutiérrez

Recensión publicada en Estudio Agustiniano

ESPARZA ENCINA, MICHEL. Amor y autoestima. Ed. Rialp. Madrid: 2009, 12x19, 277pp.

Michel Esparza, médico por la Universidad de Lovaina, doctor en Filosofía por la Universidad de la Santa Cruz en Roma y sacerdote en ejercicio, nos introduce en un tema trascendental para alcanzar el equilibrio personal y la paz interior: el amor y la autoestima. Como ya anunciaba San Agustín sin la actitud primera de aprecio por uno mismo, consciente de las propias limitaciones, no es posible el amor a los demás, de ahí se deriva la importancia de adoptar una aproximación humilde, despojada de todo orgullo y realista, al conocimiento personal de uno mismo, otorgándose la estima necesaria para, de esta forma, adquirir una auténtica capacidad de amar a los semejantes. El orgullo y la soberbia deben dejar paso a un afecto generoso hacia el prójimo, reflejo del Amor que Dios nos ofrece. Esto, que a primera vista, parece un ejercicio puramente psicológico es algo mucho más profundo que solamente puede llevarse a término desde una conversión sincera, reconociendo el Amor infinito de Dios hacia los hombres. Sentir la experiencia de la Misericordia divina conduce a establecer una comunicación con Él, exenta de humillaciones y orgullo, una relación liberadora que lleva a la convicción de saberse amado tal como uno es, y consecuentemente a la conversión permanente, que nace de ese sentimiento.
Se trata de un ensayo que nos descubre el auténtico camino de la felicidad propia, desarrollando actitudes que contribuyen a la de los demás, y de esta forma colaborando en el Plan Salvífico de Dios.
El libro se dirige a cristianos que quieren avanzar en su capacidad de amar, pero también y de manera especial a aquellas personas insatisfechas que se desalientan con sus limitaciones, pues la vivencia del Amor de Dios sana todas las heridas y conduce a la plenitud.
Es una obra fundamentalmente reflexiva que expresa con claridad el mensaje de liberación que significa sentirse querido por Dios.

12 diciembre 2011

San Juan de la Cruz

Juan de Yepes Álvarez (1542-1591), a quien hoy todos conocemos como San Juan de la Cruz, nació en el pueblo abulense de Fontiveros.  Desde muy pronto, huérfano de padre, su infancia estuvo llena de penurias. Con veintiún años, ingresó en la orden de los Carmelitas, pero la experiencia no le satisfizo, por lo que, cuando en 1567 conoció a Teresa de Ahumada, la futura Santa Teresa de Jesús, se unió a ella en la reforma de la orden. No fue una tarea fácil, pues los conflictos entre carmelitas calzados y descalzos, alcanzaron tal grado que los primeros llegaron a recluirle en una prisión conventual, en la que permaneció ocho meses hasta que consiguió fugarse. Tras este episodio, se trasladó a Andalucía, donde permaneció, no sin nuevos sinsabores, casi todo el tiempo que le restaba de vida, hasta que la muerte le alcanzó en la ciudad jienense de Úbeda. La iglesia Católica le recuerda el 14 de diciembre

Sus humildes orígenes y su ajetreada vida, no le impidieron ser una de las cumbres de la poesía  mística española.  Como ejemplo de su obra literaria hemos recogido un fragmento de Subida del monte Carmelo, una obra que, el autor explica así:

Trata de cómo podrá una alma disponerse para llegar en breve a la Divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para los que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la Divina unión.

Veamos ahora los versos:

En una noche obscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada:

A escuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a escuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada;

En la noche dichosa,
en secreto que naide me veía
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me espereba
quien yo bien me sabía
en parte donde naide parecía.

¡Oh noche que guiaste!,
¡oh noche amable más que la alborada!,
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada.

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire del almena
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

San Juan de la Cruz. Vida y obras. Madrid, BAC, 1954, p. 363.

07 diciembre 2011

Los maniqueos (y IV)

Francisco Javier Bernad Morales

Tras su conversión, Agustín dedicó muchos escritos a combatir las ideas maniqueas. Frente al dualismo de estas, defiende un riguroso monoteísmo, que identifica a Dios con el bien supremo. Este bien es inmutable, pues todo cambio menoscabaría su perfección. Es más, la simple posibilidad de que pudiera perderla indicaría que ya en su naturaleza anidaba potencialmente la corrupción con lo cual no sería perfecta. No hay lugar, pues, para el ataque de la Tiniebla contra la Luz, pues esta no puede ser dañada. Así lo expresa en el tratado De la naturaleza del bien. Contra los maniqueos:

Dios es el supremo e infinito bien, sobre el cual no hay otro: es el bien inmutable y, por tanto, esencialmente eterno e inmortal. Todos los demás bienes tienen en él su origen, pero no son de su misma natualeza. (cap. I).

Es más, el mal no tiene en esta concepción existencia por sí mismo, sino que es simplemente la disminución del bien. La naturaleza participa del bien, pues ha sido creada por Dios; sin embargo, a diferencia del Creador, está sujeta a la corrupción, ya que ha sido hecha de la nada:

Ninguna naturaleza, por tanto, es mala en cuanto naturaleza, sino en cuanto disminuye en ella el bien que tiene (cap. XVII).

Ya años antes, a poco de recibir el bautismo, había expuesto ideas similares en otro escrito: De las costumbres de la iglesia Católica y de los maniqueos. En esta ocasión, su principal argumento descansa en la identificación de Dios con la plenitud del ser (idea que también aparece, por otro lado, en la obra citada más arriba). Su contrario no puede, por tanto, tener existencia. No es la Tiniebla, como sostienen los maniqueos, sino la nada.

Este ser es Dios, el cual no tiene contrario, porque al ser solo se opone el no ser (Libro II, cap. I).

Cabe señalar que la visión de Agustín se halla profundamente teñida de platonismo: Ser, Bien, Verdad, Belleza, Justicia, se identifican o, dicho de otra manera, constituyen distintos aspectos de Dios; en tanto que el mal, como se ha señalado más arriba, no tiene propiamente existencia, sino que es carencia, esto es, corrupción de la naturaleza.

Las criaturas se hallarían, por tanto, en un lugar intermedio entre el ser y la nada, y los seres humanos tendríamos la posibilidad de elegir entre ambos nuestro camino, tal como afirma en De la naturaleza del bien.

Dios concedió a las criaturas más excelentes, es decir, a los espíritus racionales, que, si ellos quieren, puedan permanecer inmunes de la corrupción, o sea, si se conservan en la obediencia al Señor su Dios, permanecerán unidos a su belleza incorruptible; pero si no quieren mantenerse en esa dependencia o sumisión, voluntariamente se sujetan a la corrupción del pecado (cap. VII).

Se trata, sin embargo, de una corrupción que no conduce al retorno a la nada, sino a un extremo desorden, a un cada vez mayor alejamiento de la perfección (De las costumbres de la iglesia Católica y de los maniqueos, Libro II, cap. VII).

06 diciembre 2011

Ética del comercio y del consumo

Carmen Sáez Gutiérrez

Recensión publicada en Estudio agustiniano

CUELLAR, M. Y REINTJES, C. Los sellos y sistemas de garantía para el Comercio Justo. Compra responsable. Ed. Icaria. Barcelona, 2009, 13,5 x 21,5, 215 pp.

Mamen Cuellar y Carola Reintjes tienen una larga trayectoria en la militancia de la Cooperación al Desarrollo y el Comercio Justo, acompañada de la publicación de varios estudios sobre el tema. En este libro tratan de responder a la preocupación creciente por la calidad social de los productos que consumimos; es decir, los valores éticos que acompañan a la comercialización, tanto desde una perspectiva humana como ambiental. Para ello, en primer lugar abordan las diferentes estrategias que priorizan los agentes del Comercio Justo y  la manera en que pueden transformar el sistema actual. También analizan los distintos mecanismos tanto públicos como privados que existen en la actualidad para garantizar que el comercio se ciña a unos principios éticos de respeto a la dignidad humana del trabajador y al cuidado del medio en que vivimos. Finalmente, realizan un estudio comparativo de los distintos sistemas de garantía y terminan proponiendo, ante las deficiencias de los actuales, otros de carácter más participativo que ofrecen una mayor confianza.

A lo largo del libro se citan firmas comerciales y marcas que se manifiestan más respetuosas que otras con los derechos de los trabajadores y la sostenibilidad del medio. Es interesante conocerlas para actuar con responsabilidad como cristianos, pues en una vida de fe que quiera testimoniar a Cristo no cabe la tolerancia con la pobreza o la explotación, tampoco con el afán de lucro y la ambición. Debemos ser intransigentes al respecto y exigir condiciones éticas y sociales en la elaboración y comercialización de todo lo que entra en nuestras casas. El libro, sin duda, nos ayuda a tomar conciencia de la importancia de nuestra conducta como consumidores responsables.

04 diciembre 2011

La presencia de Dios en el hombre

Benedicto XVI

 “… San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera -afirma el convertido; “vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón” (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti” (I, I, I)…”

De la homilía de Benedicto XXVI el 30 de enero de 2008


02 diciembre 2011

San Francisco Javier

Francisco Javier Bernad Morales

El día 3 de diciembre, la Iglesia recuerda a San Francisco Javier, el misionero con cuyo nombre mis padres decidieron bautizarme. Por ese motivo, he querido rescatar esta recensión de una novela de Sánchez Adalid, que lo tiene a él como personaje principal, y que publiqué ya hace tiempo en Estudio Agustiniano.

SÁNCHEZ ADALID, Jesús, En compañía del sol, Temas de hoy, Madrid, 2006, 24 x 16,5, 358 pp.

Recrea Sánchez Adalid en esta novela algunos momentos cruciales de la vida de San Francisco Javier: la infancia en la turbulenta Navarra de principios del siglo XVI, los años de estudio en París y el primer viaje misionero a la lejana India. Aunque el género narrativo elegido permite e incluso requiere algunas licencias, estas apenas se dan en una obra que se ciñe con tanta exactitud a lo que transmite la documentación que, si no fuera por la falta de aparato crítico, podríamos creer que nos hallamos ante una auténtica biografía. No es tal porque el autor adopta un punto de vista que, aunque formalmente objetivo, busca iluminar determinados episodios de una compleja evolución espiritual, en tanto que otros no menos decisivos los deja sumidos en una tenue penumbra, dando lugar a un juego de claroscuros que enriquece artísticamente una peripecia vital en sí misma apasionante. Así, la figura de San Ignacio de Loyola, justo cuando su influjo sobre Francisco Javier se hace irresistible, se aleja súbitamente a un segundo plano, desde el que, sin embargo, mantiene una presencia aún más poderosa.

La de Francisco Javier es, como la de otros muchos hombres de su época, una vida asombrosa, que a nosotros, crecidos en el mundo de la inmediatez en las comunicaciones, no puede por menos que causarnos el vértigo de lo inabarcable. Por decirlo de una manera gráfica, viajar entonces a la India suponía alejarse dos años en el tiempo, lo que tardaba una carta en llegar desde la costa malabar hasta Lisboa. Hasta allí y hasta el aún más lejano Japón llegó Francisco Javier movido por el ardiente deseo de llevar la palabra de Dios a unas gentes de costumbres exóticas, quizá bárbaras, y lenguajes ignorados, arrostrando para ello toda suerte de peligros y renunciando a la seguridad de los lugares y las personas conocidas, al apoyo de familiares y amigos. Es una aventura que sólo puede emprender quien sabe que allá donde vaya encontrará auténticos hermanos, hijos como él de Dios.