Quizá,
aunque la mayor parte de los cristianos ignoren su existencia e incluso se
sorprendan al escuchar un nombre tan extraño, esta doctrina, declarada herética
en la segunda década del siglo V, mantenga una fuerte presencia en el mundo
actual. Pelagio fue un monje virtuoso y austero nacido en Britania o quizá en
Irlanda, que vivió a caballo entre los siglos IV y V. Sabemos que en el
año 400 estaba en Roma y que en el 410
huyó a Cartago ante el avance de los visigodos. Escribió varios tratados que no
se han conservado y que solo conocemos de manera fragmentaria por las citas de
sus oponentes, entre quienes ocupa un lugar destacado San Agustín.
Espero
que el lector me disculpe si interrumpo el ritmo expositivo con una ligera
digresión, pues imagino la malevolencia con que algunos culparán a la Iglesia
de haberlos destruido para impedir que llegaran hasta nosotros. Ya en alguna
ocasión me he referido a la manera en que se transmitían los textos antes de la
invención de la imprenta. Recordaré, pues, que estos se copiaban a mano, lo que
obviamente suponía un trabajo laborioso y de elevado coste, por lo que solo se
reproducían aquellos que una determinada comunidad consideraba lo
suficientemente importantes.
Naturalmente, los monjes se ocupaban en copiar los
que, a su entender, contenían enseñanzas piadosas y doctrinas edificantes. Así
se han perdido- a
no ser que el azar depare alguna sorpresa, pues siempre queda la esperanza de
un descubrimiento arqueológico, tal como el de los rollos del mar Muerto o el
de los códices gnósticos de Nag Hammadi- no solo las obras de autores
heréticos, sino las de muchos otros escritores antiguos, que durante siglos fueron
escasamente valorados. Eso no significa que el poder temporal o el espiritual
no decretaran la destrucción de determinados libros, pero la eficacia real de
estas medidas fue bastante discutible. Mucho más dañinos resultaron el
desinterés por su conservación y el deterioro causado en las escasas copias por
el simple discurrir del tiempo.
¿Podemos,
pues, atisbar en la bruma las ideas de
Pelagio? Sabemos, al menos, de qué le acusaban sus adversarios. Al parecer,
habría negado que la falta de Adán se transmitiera a su descendencia y fuera la
causa de la entrada de la muerte en el mundo. No hay, pues, pecado original, y
el hombre nace inocente, tal como fue creado en el Paraíso y puede, por tanto,
alcanzar la salvación por sus propios medios, sin necesidad de la gracia
divina. San Agustín, San Jerónimo y Paulo Orosio, entre otros, vieron con
claridad que esta doctrina suponía un ataque contra la raíz misma del
cristianismo. Si la naturaleza humana no está manchada por el pecado, la muerte
de Jesús carece de poder salvífico y, consecuentemente, la Encarnación no tiene
sentido. Aquel judío crucificado en Jerusalén, no habría sido más que, como
tantos otros, un justo sufriente; un modelo, en este sentido equiparable a
Sócrates, de comportamiento ético; alguien a quien los hombres deberíamos
esforzarnos por imitar para así, con nuestras obras, lograr la salvación.
Pelagio, en definitiva, identificaba la libertad con la capacidad para elegir
entre el bien y el mal, y no aceptaba la imposibilidad de realizar el primero
sin el auxilio del don gratuito e incondicionado de Dios.
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