14 enero 2013

Dolor

Francisco Javier Bernad Morales

Hay días en los que sin motivo aparente sentimos el corazón oprimido por un dolor intenso. Sin saber por qué, se presentan ante nosotros las imágenes de todas las personas a las que hemos amado y que hemos perdido. Todos aquellos a quienes quizá no dijimos con la suficiente claridad lo que significaban para nosotros. Quizá incluso en algún momento los tratamos con displicencia. Puede que necesitaran una palabra nuestra, pero permanecimos en silencio. Pensábamos que habría tiempo para explicaciones, que los malentendidos podrían aclararse, y dejábamos discurrir días y días sin hablar de lo que realmente importaba. Transcurrieron así los meses y los años y demoramos solicitar su perdón. No hablo de grandes faltas, sino de pequeños gestos cotidianos, que quizá pasaron para todos, incluso para el ofendido, inadvertidos. Acaso no dejaran otra huella que esa herida interior que hoy vuelve a sangrar. Sabemos que en determinado momento fuimos crueles con alguien que nos quería y, aunque ahora nos arrepentimos, ya ha pasado el momento en que podíamos solicitar su perdón. Una palabra, un gesto, un silencio, dejan una marca dolorosa, una llaga que cuando menos lo esperamos torna a abrirse y nos causa un pesar que con nada se alivia. Son tantos los que ya no nos acompañan que apenas podemos evocarlos a la vez en la memoria.

            Lo que voy a contar es vulgar, tanto que dudo en calificarlo de historia, pues quizá, al igual que los fenómenos naturales, se haya repetido una y otra vez en mil formas solo superficialmente distintas. Un joven mira el mundo con la feroz audacia que le proporcionan sus poco más de veinte años. Ensoberbecido por la fuerza que cree descubrir en su voluntad, apenas puede disimular  el disgusto ante las palabras de su abuela. Habla esta de las pequeñas miserias de un tiempo pasado, pero lo que indigna al nieto es la conformidad con el destino que trasluce el relato de la anciana. No puede entender que alabe la humildad, y termina por recriminárselo. Se atreve a censurarla por no haber reaccionado con rebeldía. No hay más, la mujer se encierra en el silencio, quizá absorta en los remotos recuerdos de una juventud apenas disfrutada.

            Pasarán los años, y la vida terminará por abatir la arrogante suficiencia del nieto. El mundo, que en la juventud se le mostraba, como una pintura de Caravaggio, con nítidos contrastes entre áreas iluminadas y zonas de tinieblas, ha adquirido los variados matices de un cuadro de Millet. Por fin comprende que esa abuela, a la que tanto tiempo atrás menospreció,  comparte la serena dignidad de los campesinos que rezan el Ángelus y de las espigadoras. Pero ya es tarde. La anciana se fue sin ruido, igual que había vivido.

            Ahora el nieto, ya un hombre maduro, siente cada día el dolor causado por unas palabras que quizá tan solo a él le hicieron daño. Sabe que su abuela, esa mujer humilde, quedó viuda en Madrid con cuatro niños pequeños, un año antes de que comenzara la Guerra Civil, que trabajó incansable cosiendo día y noche para salir adelante, que un vecino miserable, cuando ya las tropas de Franco entraban en la ciudad, le arrebató los pocos objetos de valor que poseía y que el tifus la tuvo al borde de la muerte. Sin embargo, ella continuó inquebrantable y sus hijos crecieron, se hicieron adultos y formaron nuevas familias. Entiende al fin el nieto que su abuela no se resignó ante el destino, sino que lo afrontó decidida y valerosamente, pero ya no cabe manifestarle gratitud, ya nunca podrá decirle hasta qué extremo la admira. Por eso hoy le duele el corazón.

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