02 diciembre 2012

Conversión

Francisco Javier Bernad Morales

Hace pocos días, alguien, quizá de manera poco discreta, me preguntó por qué soy católico. Yo lo acababa de afirmar en el transcurso de una conversación en que dos compañeros habían proclamado su agnosticismo. La charla discurría por cauces apacibles, pero de alguna manera el resto de los participantes parecían presuponer que la religión es una reliquia del pasado, un conjunto de creencias absurdas y rayanas en la superstición, propias de gentes escasamente preparadas.  Confieso que me sentí sorprendido. Entendí que la persona que se dirigía a mí de manera tan directa, lo hacía porque había dado por sentado que yo compartía sus posiciones y trataba de encontrar una explicación para algo que se le antojaba anómalo. No quise o no pude en aquel momento entrar en profundidades y me limité a contestar que las experiencias, las lecturas y las meditaciones me habían conducido hacia el catolicismo. Pero aquello, reconozco que bastante vago, no fue suficiente. Mi interlocutora, el resto de los presentes ya se había marchado, insistió:

-Seguro que la religión hace que te sientas mejor interiormente.

-No- hube de contestar-, yo estoy bien cuando mi conciencia me dice que actúo rectamente. Durante mucho tiempo fui agnóstico y no considero que entonces me sintiera peor que ahora.

La conversación terminó ahí, pero desde entonces mi mente ha continuado ocupada en ella. De un lado, tengo claro que la religión no constituye un sedante, gracias  al cual puedo soportar las agresiones del mundo. Si lo admitiera, coincidiría con Marx en que “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón en un mundo sin corazón,  el espíritu en una situación carente de espíritu: la religión es el opio del pueblo.”[1] Tampoco me satisfacen mis respuestas. Comencemos por la segunda. Decir que uno se siente bien cuando obra según los dictados de la conciencia no pasa de ser una obviedad. Siempre he admirado el valor de Lutero en la Dieta de Worms, cuando, conminado a retractarse, respondió, a sabiendas de que estaba en juego su vida: “actuar contra la propia conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude.”[2] Pero, ¿debe ser la conciencia nuestra guía? No podemos excluir que esté pervertida y nos conduzca hacia el mal. El mismo Lutero, tras su afirmación de rebeldía, invoca la ayuda divina. Puede que únicamente pida protección contra sus enemigos, pero me parece más verosímil que lo haga en reconocimiento de sus limitaciones; que, consciente de que puede estar equivocado, solicite al Señor que lo ilumine. La conciencia no se reduce a una convicción interior, pues en ese caso los atroces crímenes del nazismo quedarían justificados. Nada sugiere que Hitler, Himmler o tantos otros que los secundaron, sintieran que obraban mal. Al contrario, estaban convencidos de que hacían lo correcto. En este punto debemos tener presente la advertencia de Benedicto XVI: “La reducción de la conciencia a la certidumbre subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a la verdad.”[3] El relativismo, al negar a la verdad su carácter objetivo, justifica, en definitiva, todas las acciones, ya que, si no hay un marco universal de referencia, estas no pueden ser juzgadas más que por el propio sujeto que las ejecuta. La única exigencia es que estas sean “auténticas”, es decir, expresen una convicción personal. El hecho de que Eichmann actuara en cumplimiento de lo que consideraba  su obligación y que, por tanto, no se creyera personalmente responsable, no anula su culpabilidad. En todo caso, indica que los torturadores y asesinos no eran a menudo psicópatas o sádicos, sino funcionarios metódicos y eficientes que, tras realizar su trabajo, quizá matando a niños en las cámaras de gas, podían volver junto a su familia y, tal vez, de camino, comprar un regalo para sus hijos y luego emocionarse al abrazarlos. Pero entonces, a qué se refiere Lutero cuando expresa que la conciencia le impide la retractación. Opino que lo indica con suma claridad Benedicto XVI al comentar un episodio de la vida del cardenal Newman:

…la conciencia significa la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad procedente de Dios[4].

Queda por aclarar a qué experiencias, lecturas y meditaciones me referí de aquella manera tan vaga. Para ello, en primer lugar expondré lo que a mi juicio separa al agnóstico del creyente. Piensa el primero que eso que llamamos verdad, aunque hipotéticamente pudiéramos admitir su existencia, es incognoscible. No niega, como hace el ateo, a Dios, sino que se limita a expulsarlo del campo de la experiencia humana, la cual queda así circunscrita a la búsqueda de verdades parciales asequibles a los métodos de investigación científica. Para el creyente, en cambio, sí existe una verdad que reviste un carácter absoluto y que, además, puede ser conocida.

La primera influencia intelectual que recuerdo al pensar en la adolescencia y la juventud, es la de Bertrand Russell, cuya obra ¿Por qué no soy cristiano? leí con quince o dieciséis años. Entonces, en el Bachillerato estudiábamos solo la filosofía tomista, por lo que esta lectura me hizo sentir una bocanada de aire fresco, y me apartó para mucho tiempo del catolicismo milagrero, ñoño y amenazador de los primeros tiempos de colegio, y del nada estimulante para la inteligencia en los estudios posteriores. He de aclarar que mi padre era declaradamente hostil a la iglesia Católica y que mi madre, apenas aflojó un poco la presión social, dejó de asistir a la misa dominical, única ceremonia, salvo las de carácter marcadamente social, en la que hasta entonces participaba. No obstante, en casa teníamos una Biblia, en la edición de Bover Cantera, y desde niño me fascinó su lectura Un gusto que nunca me ha abandonado y al que no renuncié siquiera en las épocas en que fui un ateo convencido. Russell me llevó a plantear ciertas preguntas incómodas a mi profesor de Filosofía, un buen hombre muy poco cualificado para responderlas.  Poco después, al compás de los primeros y titubeantes signos de apertura perceptibles en los últimos momentos de la dictadura, fue posible la adquisición de libros de Marx y de Engels, sobre los que me lancé con auténtica avidez. En ellos, sobre todo en Engels, se percibía una cosmovisión omnicomprensiva capaz de explicar el mundo. En suma, una verdad en la que no había lugar para la trascendencia. Estaba entonces de moda la interpretación de Althusser, a menudo mediatizada por las explicaciones de su discípula Marta Harnecker.  Con ellos, el marxismo comenzó a revelárseme como una escolástica tan agobiante y esterilizadora como la metafísica aristotélica. De su presión me liberó el descubrimiento de Trotski. Todo esto ocurrió en un período muy breve, el que discurre entre el asesinato de Carrero Blanco en 1973, cuando yo tenía dieciséis años, y las elecciones a Cortes Constituyentes (1977). La necesidad de que la praxis fuera coherente con la teoría[5] o, utilizando otros términos, de seguir la voz de la conciencia, me condujo a un activismo político sobre el que no creo oportuno extenderme ahora y al que he retornado en diversas ocasiones, sin obtener otra cosa que desengaños culminados con violentas rupturas.

Trotski me abrió el camino hacia Rosa Luxemburg, Bujarin y, rotos ya los diques, hacia Kant, cuya Fundamentación de la metafísica de las costumbres, me recomendó en la universidad un profesor de Historia de la Filosofía. Este librito, que, al igual que otras obras de su autor, aún releo con gusto, tuvo el efecto, como antes el de Bertrand Russell, de mostrarme un mundo nuevo y liberarme definitivamente de esa verdad que había creído hallar en el marxismo.  Quedé por mucho tiempo prendido en un agnosticismo que, si bien negaba la posibilidad de conocer el noúmeno, en definitiva, la verdad; resultaba extremadamente riguroso en lo que atañe a la ética.

Pero también esta concepción llegó a resquebrajarse. Aparecieron en ella pequeñas fisuras que yo ni siquiera alcanzaba a percibir. Mi esposa comenzó a frecuentar la iglesia y a participar en actividades pastorales y yo, de bastante mala gana, me vi comprometido a acompañarla en algunas ocasiones. De este modo conocí a un hombre excepcional, el padre Alfonso Garrido, inteligente y cultivado, amable y generoso, amigo de la conversación y de los pequeños placeres de la vida, y, sobre todo, bueno. Nuestra amistad creció lentamente, sin que él en ningún momento, a lo largo de las innumerables charlas que mantuvimos pretendiera atraerme a sus creencias. Yo, simplemente sentía que podía comunicarle inquietudes de las que no me sentía capaz de hablar a ningún otro. Crecía en paralelo, mi admiración por Juan Pablo II, un papa que como pocos ha sabido encarnar la misión profética de la Iglesia. El catolicismo se presentaba así ante mí con un rostro que hasta entonces yo no había conocido, De esta manera superaba recelos y surgía una corriente de simpatía, pero aún estaba lejano el paso definitivo. Este vino a consecuencia de la lectura de supervivientes de la Shoá: Primo Levi, Imre Kertész, Viktor Frankl y Victor Klemperer, entre otros; y también de los testimonios del horror soviético: Soljenitsin, Evguenia Ginzburg, Vasili Grossman o Vasili Aksiónov. Pero si he de señalar un momento decisivo, he de referirme a una noche en que, ya dormidas mi esposa y mi hija, leía, capturado por unas páginas que me horrorizaban, pero que no podía abandonar, Más allá de la culpa y la expiación. En este libro, Jean Améry nos confronta como nadie lo ha hecho con la presencia del mal. Se niega a admitir que ha sido una víctima del totalitarismo, pues este es una abstracción. A él lo ha torturado hasta causarle un dolor insoportable el teniente Praust. Un ser como todos los otros con rostro. En suma, como diría Levinas, el prójimo:

…rostros comunes. Rostros del montón. Y el conocimiento espantoso de una fase posterior, que de nuevo destruye toda representación abstracta, nos pone de manifiesto como los rostros del montón se transforman finalmente en rostros de Gestapo y cómo el mal se sobrepone y supera la banalidad[6].

Rechaza Améry la interpretación de Hannah Arendt, con el argumento de que esta conocía al enemigo solo de oídas y no había padecido en su carne el horror. Continué leyendo hasta que de repente comprendí que ese era mi caso y noté como desde dentro me crecía una sensación que nunca antes había experimentado. Dejé el libro sobre la mesa y me tendí boca abajo en el suelo, presa de un llanto irrefrenable. Mi alma se rebelaba contra el lúcido dictamen de Améry.

En el torturado se acumula el terror de haber experimentado al prójimo como enemigo: sobre esta base nadie puede otear un mundo donde reine el principio de la esperanza[7].

No sé el tiempo que transcurrió así, pero poco a poco, una plegaria comenzó a vencer al desconsuelo. Recé y recé como jamás lo he hecho y mi espíritu recuperó lentamente la tranquilidad. De alguna manera que no soy capaz de describir, sentí un enorme vértigo aliviado luego por la convicción de que, por grandes que sean nuestros padecimientos, el mal nunca vencerá al bien, y de que, pese a las apariencias, solo este tiene auténtica existencia. Él es la verdad.

A la mañana siguiente escribí a Alfonso, entonces destinado en el Estudio Teológico Agustiniano de Valladolid, para comunicarle mi propósito de retornar a la iglesia Católica y solicitar su orientación en el proceso.



[1] MARX, Karl, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel
[2] FEBVRE, L. Martín Lutero, Madrid, FCE, 1975. p. 169
[3] RATZINGER, Joseph, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid, Encuentro, 1995, p. 37.
[4] Ibidem, p. 39.
[5] La filosofía de Marx es praxis, tal como este señala con toda claridad en la XI Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. MARX, K. y ENGELS, F. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 12.
[6] AMÉRY, Jean, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 87.
[7] Ibidem, p. 107.

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