01 octubre 2012

El ciego


Francisco Javier Bernad Morales

Guy de Maupassant es uno de esos raros escritores que, en apenas unas pocas líneas redactadas con la máxima economía de recursos expresivos, han conseguido transmitir una visión de la naturaleza humana tan desgarrada como sugerente. Unas cuantas pinceladas le bastan para retratar la dolorosa tragedia de unos seres que en este mundo no han conocido más que el sufrimiento. Gentes como ese pobre ciego (L’aveugle, 1882) que jamás gozó de un momento de ternura. En la infancia, apenas un penoso estorbo para sus padres y luego, muertos estos, objeto pasivo de la crueldad de su cuñado y de las burlas de los aldeanos, hasta que, abandonado en un camino en pleno invierno, incapaz de orientarse durante la nevada, halla una muerte que, en su caso, no cabe entender sino como liberación. Solo cuando mejore el tiempo, los vecinos hallarán un cadáver al que los cuervos han devorado los ojos.

Es el de Maupassant un mundo  sombrio en el que, como en la pintura de Courbet, se diría ha muerto la esperanza y no queda lugar para el espíritu. En el que el cielo se muestra tan tenebroso e indiferente como la tierra.


Entierro en Ornans (Gustave Courbet)

Sin embargo, tras la apariencia se muestra otra realidad más rica y luminosa. La sensibilidad del lector queda profundamente afectada por la desgracia del ciego. El autor, al presentarnos esa naturaleza descarnada y mezquina, nos hace sentir una emocionada simpatía por los humildes y, al cabo, nos impulsa a lanzar un grito de rebeldía. En su caso, como en el de Courbet, no tiene este ningún sentido religioso. Antes al contrario, alienta en él un poderoso rechazo hacia la Iglesia Católica, vista simplemente como una institución terrena partícipe y corresponsable en la injusticia del mundo. Es una visión que no podemos compartir, que sabemos sesgada, pero que, hemos de reconocerlo, no es arbitraria ni disparatada, sino simplemente parcial. Forjada a partir de pastores que, por comodidad o ignorancia, descuidaron el mensaje de Jesús y predicaron una humildad que no era sino sumisión ante la injusticia. Ciertamente, a ellos podemos oponer muchos otros, fieles a su deber profético. Pero no es mi intención entrar a debatir la inocencia o culpabilidad de la Iglesia en este mundo en que, incluso dentro de ella, conviven las dos ciudades. Solo deseo recordar el cariño con que, en un breve relato pretendidamente objetivo y exento de sentimentalismo, Maupassant retrata a los más desamparados entre los débiles. Sean cuales fueren sus ideas y creencias, en él late el espíritu del Evangelio.

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