29 agosto 2012

Totalitarismo y relativismo moral


Francisco Javier Bernad Morales

En nuestras modernas sociedades democráticas occidentales, se extiende progresivamente la idea de que cada sociedad o cada cultura genera sus propias normas morales y no existe ninguna escala axiológica que permita  determinar la superioridad de unas sobre otras. De ahí se sigue el corolario de que es absurdo interrogarse por los principios éticos que informan la moral; lo cual tiene como consecuencia práctica que, olvidados los grandes principios, tendamos a regir nuestro comportamiento por un tibio hedonismo, y que renunciemos a juzgar los ajenos en tanto no nos afecten directamente. En parte se trata de una reacción, en su inicio saludable, contra el agobiante normativismo de épocas pasadas y contra la arrogancia con que los europeos nos hemos relacionado tradicionalmente con el resto de las culturas. Curiosamente, el eurocentrismo que de esta manera creíamos superar, se cuela por la puerta de atrás. Abrumados por un sentimiento de culpabilidad histórica, suponemos que nuestra cultura judeocristiana es la causante de los males del mundo y, sin proponérnoslo, aceptamos que los seres humanos ajenos a ella, meras víctimas de nuestra soberbia, no son responsables de sus actos, con lo que, a nuestros ojos, quedan convertidos en buenos salvajes, cuyo estado de inocencia es necesario preservar.

El relativismo moral, aunque a menudo se presente como condición de la democracia, es una consecuencia de las ideologías que conciben a la humanidad como segmentada en colectivos étnicos, culturales o religiosos netamente definidos y excluyentes, siendo la pertenencia a uno de estos grupos, lo que determina los derechos y las obligaciones de los individuos, así como su sistema de valores. En ese sentido conecta con la pesadilla totalitaria del siglo XX. La idolatría de la raza condujo al nazismo no tan solo a una jerarquización de los grupos humanos, sino a la exclusión de algunos de ellos -judíos, gitanos-, rebajados a la categoría de alimañas a las que se debía exterminar. Pero, por el momento, aunque su ascenso resulta preocupante, el totalitarismo nazi tan solo seduce a grupos marginales muy alejados de la sensibilidad progresista generalmente abrazada por los partidarios del relativismo. Estos se hallan, en cambio, influidos por la otra gran corriente totalitaria: el marxismo.

Al contrario del nazismo, el marxismo no recurre a la genética para justificar la escisión de la humanidad, sino a una argumentación más sutil y, al menos en apariencia, intelectualmente respetable. Quizá, sea esto lo que, unido al papel de la Unión Soviética en la II Guerra Mundial, explique que aún persista su influencia, aunque en los actuales tiempos de pensamiento débil, esta no presente ya el carácter de una ideología cerrada y omnicomprensiva.

El ataque de Marx a la universalidad de los principios éticos se fundamenta en una concepción de la naturaleza humana, expresada con claridad en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859):

No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es el que determina su conciencia.

El ser social a que se refiere se edifica a partir de las relaciones necesarias e involuntarias que los hombres establecen en el proceso de producción. Ahora bien, en la sociedad capitalista, la estructura económica implica la existencia de dos grupos opuestos: los explotadores, propietarios de los medios de producción, y los explotados, poseedores tan solo de su fuerza de trabajo y obligados para subsistir a ponerla al servicio de los primeros. Puesto que toda la superestructura jurídica y política nace de esta distinción radical, las normas son instrumentos destinados a perpetuarla. Dicho de otra manera, no existe la posibilidad de unos principios éticos de aplicación universal en tanto que la humanidad continúe escindida en clases sociales. Ya en 1847, había formulado tal idea en La miseria de la filosofía:

Los mismos hombres que establecen las relaciones sociales conforme a su productividad material producen también los principios, las ideas, las categorías, conforme a sus relaciones sociales.
Así, estas ideas, estas categorías resultan tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios.

La humanidad solo comenzará a existir como tal en sentido universal, una vez la abolición de la propiedad privada haya puesto fin a la lucha de clases. Hasta ese momento, frente a la moral de los explotadores, los explotados deben esgrimir la acción revolucionaria, aquella que ponga fin a la situación presente. Para ellos no tiene sentido interrogarse por los principios éticos que rigen sus actos, pues estos se justificarán en función de si contribuyen o no a acelerar el advenimiento de la nueva sociedad. El gulag no es una desviación aberrante de la praxis revolucionaria, sino una consecuencia lógica de sus presupuestos ideológicos, en la misma medida en que la Shoá es la culminación coherente del pensamiento hitleriano.

Del formidable ataque lanzado en los dos siglos anteriores contra las concepciones universalistas judeocristianas, no queda, tras el hundimiento de las grandes ideologías que lo sustentaron, más que una extendida convicción de que no existen principios absolutos. Se trata, por decirlo de alguna manera, de un concepto huérfano, desligado de los sistemas que constituyeron su razón de ser, pero no por eso resulta menos peligroso, pues al aniquilar la capacidad de discernimiento moral, deja a la sociedad inerme ante nuevas amenazas totalitarias.

1 comentario:

  1. Ese mismo relativismo moral lleva a negar la existencia del mal, de las limitaciones y conduce a la filosofía del "todo vale", pues todas las ideas son respetables. Y no hay mayor aberración que esa,quienes merecen total respeto son las personas, pero no todas las ideas son plausibles.

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