23 agosto 2012

Filosofía de la finitud

Francisco Javier Bernad Morales

MÈLICH, Joan-Carles, Filosofía de la finitud. Herder, Barcelona, 2002, 12  x 19,8, 183 pp.

Desarrolla Mèlich en este libro ideas que ya apuntó en La ausencia del testimonio. El Holocausto —por nuestra cuenta añadiríamos el Gulag, sin creer que con ello se violente la argumentación— nos coloca ante la experiencia del mal radical y nos obliga a repensar el ideal ético ilustrado y nuestra propia concepción del hombre. Éste se nos presenta como un ser finito y contingente, anclado en el tiempo, obligado a interrogarse sobre el sentido de la vida y sobre el mal, e incapaz de hallar una respuesta. En una posición declaradamente antikantiana, Mèlich niega la existencia de una razón pura práctica o de un bien ontológico, con lo que recuerda lo apuntado por Isaiah Berlin acerca de la incompatibilidad de los fines humanos —la libertad, la justicia, la fraternidad—  y la imposibilidad de respuestas últimas para las cuestiones normativas. Para el ser humano, el otro es la única trascendencia, un otro concreto, individual, con nombres y apellidos; no, por tanto, la Humanidad, sino el prójimo. La relación es ética cuando es deferente, cuando hace propia la causa del otro, del que no tiene poder. Y ¿quién con menos poder que el llamado musulmán, en la jerga de los campos?, el muerto viviente, el hombre a quien han aniquilado el alma, aunque su cuerpo aún parezca vivo, un ser incapaz ya de expresarse mediante la palabra, pero cuyo silencio, del que dan testimonio los relatos de los supervivientes, es perenne recordatorio del horror. La ética fundamentada en la experiencia del mal radical, de lo demoníaco —en palabras de Paul Tillich, citadas por Mèlich, lo demoníaco consiste en algo finito y limitado que ha sido investido de la magnitud de lo infinito—, formula su imperativo categórico en la exhortación de Theodor W. Adorno ¡Que Auschwitz no se repita! La tarea fundamental de la educación será evitar un nuevo Auschwitz.

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