18 junio 2021

Ubi ecclesia est? San Agustín en la Conferencia de Cartago (411): Lecciones para el ecumenismo hoy (II)

Nolasco Msemwa

3. El objetivo de la Conferencia de Cartago 

El objetivo de los católicos en la Conferencia era esclarecer la verdad sobre tres asuntos conflictivos que estaban en el centro de la disputa entre los católicos y donatistas en la Iglesia del Norte de África, a saber: 1) El origen del cisma donatista, 2) Quién encarnaba la verdadera Iglesia de Cristo tras el cisma y, 3) Cómo determinar cuál es la verdadera Iglesia de Cristo, garante del mensaje salvífico.

3.1. El origen del cisma donatista

Se entiende por donatismo el cisma que dividió a la Iglesia de África del Norte durante los siglos IV y V. Alguien lo ha calificado de complejo fenómeno religioso y madre de todas las divisiones. O carcoma destructora de la floreciente Iglesia africana. El nombre proviene del obispo Donato, cabecilla de los disidentes (Frend, 1952, p. 1-24; Langa, 1988, p. 5-31). Históricamente, la escisión de la comunidad cristiana se produjo a raíz de la persecución de Diocleciano. La chispa saltó al ser ordenado Ceciliano como obispo de Cartago. Entre los consagrantes se contaba uno que, para evitar el martirio había entregado a los perseguidores los Libros Sagrados, sabiendo que iba a ser dados a las llamas. Este fue el motivo aducido por varios prelados para negar la validez de tal consagración y romper la unidad de la Iglesia (Luis Vizcaíno, 2000, p. 111-116).

A partir de aquel momento y de modo progresivo, en casi todas las ciudades del norte de África, existían dos iglesias, dos obispos, dos cleros, dos celebraciones simultaneas del culto divino. A ello no obstaba el que una y otra parte adorasen al mismo Dios, creyesen en el mismo Jesucristo, proclamasen la misma esperanza, leyesen las mismas Escrituras y recibiesen los mismos Sacramentos. La Iglesia que se autoproclamaba Una había dejado de serlo en realidad. Tal era la situación en Hipona cuando Agustín llegó para ejercer su ministerio sacerdotal. Como en tantos otros lugares, también allí el donatismo era la Iglesia con más fuerza mientras que los católicos constituían una minoría, con frecuencia humillada (Ibid., p. 111).

En múltiples cartas antidonatistas, San Agustín analiza cuidadosamente las acusaciones que los donatistas dirigen a los católicos como justificación del cisma. Uno de ellos es la mencionada consagración de Ceciliano. Según los donatistas, un traidor, filii de Judas no puede transmitir el Espíritu Santo, la gracia de Dios. Sencillamente uno “no puede dar lo que no tiene”. El hecho de entregar los Códices sagrados a la autoridad civil para que los quemara, constituye una traición a la fe y, por lo que quien lo realiza pierde la gracia del Espíritu Santo y, en consecuencia, no puede consagrar válidamente, lo que, obviamente afecta al consagrado. 

San Agustín, en la carta 43 dirigida a los donatistas, muestra, con testimonios de documentos civiles y eclesiásticos, que las acusaciones contra Ceciliano y Félix de Aptunga eran falsas como quedó probado ante las autoridades competentes. Por lo tanto, los fundamentos del cisma no responden a la realidad de los hechos, sino a rumores con los que se encubren intereses mundanos y partidistas. En un texto largo de esta carta dice el Santo de Hipona a los donatistas:

Dignaos recordar que estuve en vuestra ciudad y traté con vosotros algunas materias referentes a la unidad católica. De vuestra parte presentasteis ciertas actas en las que apareció que casi setenta obispos condenaron en su tiempo a Ceciliano, obispo cartaginés de nuestra comunión, con sus colegas y con los que le consagraron. También se ventiló en aquel concilio la causa de Félix Aptungitano, con mucha mayor hostilidad y malicia que las demás. Después de leído todo, contesté: no era maravilla que los promotores del cisma juzgasen temerariamente que debían condenarlos. Contra las víctimas presionaban los émulos y perdidos, levantando el acta correspondiente. Afirmé que, por cierto, los reos estaban ausentes y no conocían el pleito. Advertí que nosotros teníamos otras actas eclesiásticas. Según ellas, Segundo Tigisitano, que era entonces el primado de Numidia, había dejado al juicio de Dios a los traditores, que estaban presentes y confesaron su delito. Les permitió quedarse como estaban en sus sedes episcopales. Os dije que esos nombres de los traidores confesos aparecían entre los que condenaron a Ceciliano; el mismo Segundo presidía el concilio en que condenó por traidores a unos ausentes el voto de otros traidores presentes y confesos, a quienes perdonó el primado. Os afirmé que luego sobrevino la ordenación de Mayorino, a quien infame y alevosamente elevaron frente a Ceciliano, levantando altar contra altar y desgarrando la unidad de Cristo con discordias furiosas. Poco después pidieron los acusadores de Ceciliano al emperador Constantino obispos que juzgasen, mediante un arbitraje, aquellos pleitos que en África rompían el vínculo de la reciente paz. Así se hizo. Estaban presentes Ceciliano y los que pasaron el mar para acusarle. El juez era Melquíades, obispo entonces de Roma, y estaba asistido por los colegas que a petición de los donatistas envió el emperador. Nada pudo probarse contra Ceciliano. Por eso se le confirmó en el episcopado y se reprobó a Donato, quien, para acusar a Ceciliano, estaba presente. Terminado el pleito, todos los donatistas permanecieron tercos en su cisma criminal. El emperador se cuidó de que la misma causa fuese examinada y liquidada con mayor diligencia en Arlés. Pero los donatistas apelaron de la sentencia eclesiástica y quisieron que el mismo Constantino viese la causa. Así se ejecutó, y en presencia de las dos partes fue declarado inocente Ceciliano. Con todo, los donatistas se alejaron vencidos, pero se mantuvieron en su perversidad. Terminé advirtiendo que tampoco se había logrado silenciar la causa de Félix Aptungitano, sino que, por orden del príncipe, fue también declarado inocente por acta proconsular. (Epístola 43, 2, 3-4).

Tras el cisma, los donatistas reclamaban que la verdadera Iglesia de Cristo eran ellos por no haber entregado la Biblia a la autoridad para que la quemara. Para ellos, la verdadera Iglesia quedaba reducida a este grupo pequeño de los cristianos que en tales circunstancias eligieron la prisión o el martirio. Solo ellos encarnaban la verdadera Iglesia de Cristo. Los cecilianistas, Es decir, los católicos, y todos que se asociaban con ellos eran traidores.

Por otro lado, los católicos denunciaban a los donatistas por haber secuestrado la Iglesia de Cristo y haberla arrinconada a una esquina del mundo, concretamente en el norte de África, algo que va en contra de las promesas divinas. Afirmaban que la Iglesia querida por Dios para la salvación del hombre es católica, es decir, universal, está abierta a todos y va creciendo hasta llegar a la recapitulación en Cristo. Por lo tanto, la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica, subsiste en la Iglesia católica y no en la donatista. En ella s eencarna la verdadera Iglesia de Cristo. De ahí el segundo problema que tuvo que resolver el Gran Conferencia de Cartago. ¿Dónde está la verdadera Iglesia de Cristo?

 3.2. ¿Dónde se encuentra la verdadera Iglesia de Cristo?

Otro motivo por la cual se convocó la Conferencia de Cartago en 411 fue esclarecer la verdad acerca de la naturaleza de la Iglesia y así determinar quién la encarnaba realmente: ¿los donatistas o los católicos? San Agustín lo precisa diciendo:

La cuestión que se debate entre nosotros es ver dónde está la Iglesia, si en nosotros o en ellos. La Iglesia es una solamente, a la que nuestros antepasados llamaron católica, para demostrar por el solo nombre que está en todas partes…Pero esta Iglesia es el Cuerpo de Cristo, como dice el Apóstol: En favor de su cuerpo, que es la Iglesia. De donde resulta claro que todo el que no se encuentra entre los miembros de Cristo, no puede tener la salvación de Cristo. Ahora bien, los miembros de Cristo se unen entre sí mediante la caridad de la unidad y por la misma están vinculados a su Cabeza, que es Cristo Jesús. (De unitate ecclesiae II, 2).

Para entender lo que Conferencia de Cartago (411) había de esclarecer, es importante comprender, en primer lugar, la evolución de la percepción de la Iglesia en la tradición africana antes y después de la erupción del cisma donatista. Sobre imagen de la Iglesia hay que decir que los cristianos africanos de la época de Agustín la percibían como la mujer fuerte, la Catholica. La Iglesia Católica era la Madre: Una Madre, prolífica con descendencia: de ella nacemos, de su seno somos nutridos, de su espíritu somos vivificados. (Epístola 34, 3). La Iglesia era para ellos la seguridad y la pureza que, en un mundo gobernado por poderes demoníacos, protegía al creyente (Brown, 2000, p. 207-210). Los africanos concebían según imágenes tomadas del Cantar de los Cantares: “Una mujer sin mancha ni arruga; un jardín cerrado, una fuente sellada, un manantial de agua viva, un paraíso que da fruto” (Ct 4,11-13).

Tras el cisma, las diferentes facciones conciben la Iglesia de maneras distintas. Para los los donatistas, tras el pecado de traditio, la verdadera Iglesia está compuesta solo por los justos, los que no entregaron los Libros Sagrados a la autoridad civil, manteniéndose así fieles a la fe cristiana. Su principio es: los justos deben separarse de los pecadores: si no lo hacen, se contaminan y ellos mismo se hacen pecadores. La verdadera Iglesia de Cristo solo comprende a los justos: es la Iglesia de los santos. Por tanto, Félix de Aptungi y Ceciliano, manchados por el pecado de traditio, quedaban excluidos y quien mantenía el contacto con ellos incurrían en pecado y se apartaban de la Iglesia (Boyer, 1972, p.17-25) 

Los donatistas se presentaban asimismo como la Iglesia pura inmaculada, sin mancha. De hecho, se autoproclamaban herederos de la Iglesia de los mártires, debido a las persecuciones que debieron padecer de parte del emperador en cuanto cismáticos y, luego herejes. Se consideraban como el pueblo fiel, que se había preservado incontaminado del mundo impuro. En consecuencia, juzgaban a su iglesia como la verdadera Iglesia de Cristo, la única poseedora del Espíritu Santo. Solo ella, por lo tanto, podía donarlo en la administración de los sacramentos. El bautismo, como cualquier otro sacramento, únicamente se tenía por válido, si era conferido por un ministro donatista. Nadie más que él podía otorgar el Espíritu, porque pertenecía a la Iglesia poseedora del mismo (Ibid, p.112).

A la luz de todo ello, los donatistas consideran a la Iglesia católica como la Iglesia de los pecadores, los traditores, es decir, de quienes entregaron los Libros Sagrados para que fueran arrojados a las llamas. Iglesia perseguidora, por tener de su parte al emperador, no la perseguida como lo había sido la de Cristo con anterioridad. Iglesia, por lo tanto, desposeída del Espíritu Santo. Tenían por nulos los sacramentos administrados por los católicos. ¿Quién puede dar, argumentaban, lo que no tiene? ¿Cómo uno que no es santo puede hacer santo al otro?  Este planteamiento teórico tuvo como secuela práctica el rebautizar a todos los católicos que, desertando, pasaban a las filas donatistas (Ibid, p.112; Langa, 1988, p.130-155)

Agustín dedicó muchos días y años de su vida para restablecer la unidad rota por el cisma donatista. Con ese objetivo predicaba, escribía libros, rebatía los de los contrarios, debatía en presencia de los fieles de uno y otro bando, componía poseías con rima y ritmo pegadizo al oído para que, de este modo, la gente retuviese mejor la posición de los católicos. En fin, se valía de todos los medios que su rica inteligencia e imaginación le ofrecían para apartar de los católicos la tentación de pasarse al bando de los donatistas y para traer a esto a la católica (Luis Vizcaíno, 2000, p. 112)

Contra la alteración donatista de los datos histórico, a los católicos les informaba con documentos en la mano, de cómo habían acontecido realmente los hechos (Epístola 43). Sacaba a la luz las calumnias de que eran víctimas los católicos (Epístola 93, 1-3). Les mostraba que los donatistas habían cometido con anterioridad lo que les recriminaban a ellos. Movido no por interés de erudito, sino pastoral espulgó cuantos archivos oficiales pudo. Con la polémica no buscaba más que devolver la unidad a cuantos se gloriaban del nombre de cristianos, restituir a la Iglesia la unidad que Cristo deseó para ella y por la cual había orado al Padre (Epístola 105, 1, 1-2).

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