28 agosto 2014

San Agustín (28 de agosto)

Tagaste (Souk-Ahras-Argelia) 13/11/354 – Hipona (Annaba-Argelia) 28 /08/ 430

San Agustín es uno de los Santos Padres de la Iglesia Latina, para muchos el más atrayente. Destaca en el horizonte de la historia del cristianismo, por su piedad, su sabiduría, su corazón inquieto, por su vivencia de la amistad, por su celo de pastor, por sus muchos y excelentes escritos que nos trasmiten la cultura clásica y cristiana y dan testimonio de un espíritu exquisitamente humano y profundamente religioso.

Su entrañable amigo Posidio, hermano en el episcopado, nos ha dejado el relato de su vida, Vita Augustini, hecha de nostalgia, devoción y cercanía. La seguimos, entrelazando con otros aportes, especialmente con noticias recogidas de las Confesiones y las obras del santo:

“Movido por el deseo de ser útil con mi ingenio y mi palabra a la causa de la santa y verdadera Iglesia católica de Cristo, de ningún modo he de callar la vida y costumbres del muy excelente sacerdote Agustín, dejando memoria de las cosas que vi o recogí de sus labios” (Posidio, pról. 1).

“No tocaré todas las cosas que el mismo beatísimo Agustín dejó escritas en sus ‘Confesiones acerca de su vida antes y después de recibir la gracia” (ib. 5).

Nacimiento, estudios y profesorado

Nació, Aurelio Agustín, el 13 de noviembre del año 354, en Tagaste, Numidia, provincia romana del norte de África. Sus padres fueron Mónica, cristiana y Patricio, pagano.

“Nació San Agustín en la provincia de África, en la ciudad de Tagaste, de padres cristianos  y nobles, pertenecientes a la curia municipal. A su esmero, diligencia y cuenta corrió la formación del hijo, que fue muy bien instruido en las letras humanas, esto es, en las que llaman artes liberales” (Vita, 1,1).

Mónica instruyó a su hijo en la fe, hasta el punto que en una enfermedad, Agustín pidió el bautismo y ella se preocupó por que lo recibiera. Pero mejoró y se aplazó el agua bautismal.

Se entregó apasionadamente a los estudios. Estudió retórica y filosofía con resultados brillantes, pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida personal desordenada. A los diecisiete años se unió a una mujer y tuvo un hijo, al que llamaron Adeodato.

Abrazó el maniqueísmo, que sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la materia, el principio de todo mal. Abandonó esta secta diez años después.

“Enseñó primeramente gramática en su ciudad, y después retórica en Cartago, y en tiempos sucesivos, en ultramar, en Roma y Milán, donde a la sazón estaba establecida la corte de Valentiniano el Menor” (Vita, 1,1).

Su docencia en Roma fue corta: descubrió que los alumnos eran menos alborotadores que los de Cartago, pero igualmente deshonestos. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica. Es en esta ciudad en la que, agudizada la crisis personal, alejado de los maniqueos y bajo la influencia de Ambrosio y la tenacidad de las oraciones de su madre, su vida dará un vuelco definitivo.

Conversión, bautismo y regreso a África

Mónica nunca se conformó con la situación de Agustín, alejado de la Iglesia, y trataba de convertirlo a través de la oración y por todos los medios. Lo había seguido a Milán con ese fin.

También quería casarlo con una mujer acorde a su condición. Su compañera, la madre de Adeodato, volvió a África y dejó al niño con su padre. Nada más se sabe de ella.

Ambrosio, Obispo de Milán, fue decisivo en la conversión de Agustín. Pronto Mónica descubrió la posibilidad de que influyera en su hijo. El aprecio entre Ambrosio y Mónica era mutuo y profundo. Agustín se acercó al obispo con la primera intención de escuchar su estilo. Terminó despejando sus dudas sobre la fe, la imagen de Dios, las escrituras, la Iglesia… y recibiendo de sus manos el bautismo.

“En la misma ciudad ejercía entonces su cargo episcopal Ambrosio, sacerdote muy favorecido de Dios, flor de proceridad entre los más egregios varones. Mezclado con el pueblo fiel, Agustín acudía a la iglesia a escuchar los sermones, frecuentísimos en aquel dispensador de la divina palabra, y le seguía absorto y pendiente de su palabra.” (Vita, 1,1).

La conversión de Agustín fue un proceso largo que el narra en Las confesiones, especialmente en el libro VIII.

“En Cartago le habían contagiado los maniqueos por algún tiempo con sus errores, siendo adolescente; y por eso seguía con mayor interés todo lo relativo al pro o contra de aquella herejía” (Vita, 1, 1-4).

Agustín convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, se resistía a convertirse. Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil practicarla, y le dificultaba la conversión. Él decía: “Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo”. Pero ese “pronto” no llegaba nunca.

Un amigo fue a visitarlo y le contó la vida de San Antonio. Le impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de avanzar por el camino correcto. Se decía “¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?”. Estando en el huerto oyó la voz de un niño que cantaba: “toma y lee, toma y lee”. Le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del Evangelio. Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Mónica lo sucedido. Esta dio gracias a Dios. Así lo sintetiza su colega en el episcopado, Posidio:

“Adoctrinado, con la divina ayuda, suave y paulatinamente se desvaneció de su espíritu aquella herejía, y confirmado luego en la fe católica, inflamóse con el deseo ardiente de instruirse y progresar en el conocimiento de la religión, para que, llegando los días santos de la Pascua, lograse la purificación bautismal. Agustín, con la gracia del Señor, recibió por medio de un prelado tan excelente como Ambrosio la doctrina saludable de la Iglesia y los divinos sacramentos (1, 5).

“Contaba a la sazón treinta y tres años, y le acompañaba su madre, gozosa de seguirlo y encantada de sus propósitos religiosos, más que de los nietos según la carne. Su padre había muerto ya”. (2, 3).

Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia y se preparó para el Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su hijo, Adeodato. Decía a Dios: “Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte”. Y, también: “Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”. Su hijo, Adeodato, tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió poco tiempo después.

Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos.

“Después de recibir el bautismo juntamente con otros compañeros y amigos, que también servían al Señor, plúgole volverse al África, a su propia casa y heredad; y una vez establecido allí, casi por espacio de tres años, renunciando a sus bienes, en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración y buenas obras, meditando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y escritos” (3, 1-2).

Forma de vida

Agustín vivía en comunidad con sus monjes. Tenían todo en común: comida, vestido, biblioteca, ropa… Su tenor de vida era sencillo y frugal. Cuando recibía presentes, los entregaba a la comunidad en la que había un administrador. Se atenía  al ideal de dar a cada uno según su necesidad, mostrando espacial cuidado con los enfermos y ancianos.

“Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado preciosos, ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres motivo de jactancia o de abyección, por no buscar por ellos los intereses de Jesucristo, sino los propios... La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes, y a personas delicadas. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como el Apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado” (22, 1-2).

“Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol; y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso: El que es amigo de roer vidas ajenas, no es digno de sentarse en esta mesa” (22, 5-6).

“Alternativamente delegaba y confiaba la administración de la casa religiosa y de sus posesiones a los clérigos más capacitados. Nunca se vio en su mano llave o anillo, y los ecónomos llevaban los libros de cargo y data. A fin de año, le recitaban el balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente de la caja, y fiábase en muchas transacciones de la honradez del administrador, sin verificar una comprobación personal minuciosa” (24, 1).

La vida conventual no siempre era tan perfecta como Agustín hubiera querido. Con frecuencia se refiere a ella, el Santo, en sus sermones a los fieles.

Al servicio de la Iglesia

El año 391, en un descuido, los fieles de Hipona lo presentaron a la fuerza al obispo Valerio para que lo ordenara sacerdote. Sus planes se vieron trastocados y su vocación tomó un camino nuevo. Se dedicó al servicio del pueblo, a la predicación, a la polémica defensa de verdad católica, a escribir… Pero no olvidó su ideal monástico, de vida en comunidad, en amistad, en contemplación.

Organizó la casa en la que vivía como un monasterio, bajo la regla de la convivencia, basada en la sencillez y la comunión de bienes, buscando el ideal de la perfección cristiana. Fundó también una rama femenina.

“Ordenado, pues, presbítero, luego fundó un monasterio junto a la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla restablecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria (5, 1). Desde que en el año 391, fue ordenado sacerdote, se dedicó con ahínco a la predicación. Incluso, su obispo le permitió predicar estando el presente, cosa poco ajustada a las costumbres africanas, pero que Valerio, de origen griego, había visto en otra tradición.

La división de la Iglesia Africana, lo obligó, primero como sacerdote y después como obispo, a combatir las herejías y buscar la paz y la unidad en el seno de la católica. Maniqueos, donatistas, arrianos y pelagianos fueron objeto de su reflexión, predicación y escritos.

“En la ciudad de Hipona había contagiado e inficionado entonces a muchísimos ciudadanos y peregrinos la herejía pestilente de Manes, por seducción y engaño de un presbítero de la secta, llamado Fortunato, que allí residía y buscaba adeptos. Entre tanto, los cristianos de Hipona y de fuera, tanto católicos como donatistas, se entrevistan con el sacerdote, rogándole fuera a ver a aquel maniqueo, a quien tenían por docto, para tratar con él de la ley.

Señalados, pues, el día y el lugar, se tuvo la reunión con muchísimo concurso de estudiosos y curiosos, y dispuestas las mesas de los notarios, se comenzó la discusión, que se acabó al segundo día. En ella, el maestro maniqueo, según consta por las actas de la conferencia, ni pudo rebatir las aserciones de la doctrina cristiana ni apoyar sobre bases firmes la de Manes” (6, 1-2; 6-7).

Enseñaba y predicaba privada y públicamente, en casa y en la iglesia, la palabra de la salud eterna contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas, maniqueos y paganos, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas conferencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos, los cuales divulgaban donde podían a los cuatro vientos los hechos de que eran testigos. Con la ayuda del Señor, comenzó a levantar cabeza la iglesia de África, que desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida por la violencia de los herejes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba a la mayoría de los africanos (7, 1-2).

Valerio, anciano y temeroso de que se lo arrebataran para otra diócesis, lo consagró obispo auxiliar de Hipona, cuando tenía cinco años de ejercicio pastoral como presbítero. No se equivocó. El cuidado de sus fieles (bienes, pobres, convento…), la predicación, la administración de justicia, la asistencia a los numerosos concilios del norte de África y la defensa de la unidad católica contra los herejes tejieron el quehacer de sus treinta y cuatro años de obispo. Toda la Iglesia del norte de África se benefició de su labor pastoral.

“Nombrado obispo, predicaba la palabra de salvación con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo en una región, sino donde quiera que le rogasen, acudía pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia de Dios” (9, 1).

“Dilatándose, pues, la divina doctrina, algunos siervos de Dios que vivían en el monasterio bajo la dirección y en compañía de San Agustín, comenzaron a ser ordenados clérigos para la iglesia de Hipona. Y más adelante, al ir en auge y resplandeciendo de día en día la verdad de la predicación de la Iglesia católica, así como el modo de vivir de los santos y siervos de Dios, su continencia y ejemplar pobreza, la paz y la unidad de la Iglesia, con grandes instancias comenzó primero a pedir y recibir obispos y clérigos del monasterio que había comenzado a existir y florecía con aquel insigne varón: y luego lo consiguió. Pues unos diez santos y venerables varones, continentes y muy doctos, que yo mismo conocí, envió San Agustín a petición de varias iglesias, algunas de categoría” (11, 1-3).

Era aquel hombre memorable miembro principal del Cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante para trabajar en pro de la Iglesia; y por divina dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar del fruto de sus labores, primeramente con la concordia y la paz, restablecida en la iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pastoral, y después en otras partes de África, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo o por mediación de otros sacerdotes formados en su escuela, alborozándose en el Señor, porque tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos, donatistas, pelagianos y paganos, convirtiéndose a la verdadera fe” (18, 6-7).

Ayudó solícito a los pobres, recordando frecuentemente a los presbíteros y fieles en la predicación los deberes de caridad cristiana.

Escritor fecundo

Agustín escribió toda su vida. De su pluma salieron entre otras muchas obras, Las confesiones, La ciudad de Dios, De la Trinidad, La doctrina. Escribió obras en defensa de la fe contra los paganos, maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos. Obras de espiritualidad, numerosas cartas, sermones, tratados. A través de sus libros nos legó el pensamiento filosófico-teológico más influyente de la historia.

Invasión vándala y últimos días

Los últimos años de la vida de Agustín se vieron turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso. Hipona, plaza fuerte, amurallada, fue cercada por los vándalos. A los tres meses, cayó enfermo de fiebre y comprendió que era el final de su vida.

“Por voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, dotadas con toda clase de armas y avezadas a la guerra, desembarcaron e irrumpieron en África; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetraron en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo con incendios, saqueos, pillajes, despojos y otros innumerables y horribles males. No tenían ningún miramiento al sexo ni a la edad; no perdonaban a sacerdotes y ministros de Dios, ni respetaban ornamentos, utensilios ni edificios dedicados al culto divino” (28, 4-5).

“Todas estas calamidades y miserias, rumiándolas con alta sabiduría, las acompañaba con copioso llanto diario. Y aumentaron su tristeza y sus llantos al ver sitiada la misma ciudad de Hipona, todavía en pie, de cuya defensa se encargaba entonces el en otro tiempo conde Bonifacio, al frente del ejército de los godos federados. Catorce meses duró el asedio completo, porque bloquearon la ciudad totalmente hasta en la parte litoral. Allí me refugié yo con otros obispos, y permanecimos durante el tiempo del asedio” (28, 12-13).

Murió el 28 de agosto del año 430, a los setenta y seis años: Llevaba cuarenta consagrado al servicio de Dios. Hipona estaba cercada y su legado corría el peligro de perderse.

“Aquel santo varón tuvo una larga vida, concedida por divina dispensación para prosperidad y dicha de la Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdote y obispo durante casi cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, después del bautismo, aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enfermedad de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente” (31, 1-2).

“Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista y el oído, asistido de nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse con sus padres, disfrutando aun de buena vejez. Asistimos nosotros al sacrificio ofrecido a Dios por la deposición de su cuerpo y fue sepultado. No hizo ningún testamento, porque como pobre de Dios, nada tenía que dejar” (31, 4-6).

“Dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de religiosos y religiosas, con su debida organización, su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros santos; y en ellos se refleja la grandeza singular de este hombre dado por Dios a la Iglesia, y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo” (31, 8).

(San Posidio, murió hacia el año 437)

Cfr. Vida de San Agustín, en Obras completas de San Agustín, vol. I (BAC. 6ª ed.), Madrid 1994, 303-65 (extracto). Trad. de V. Capánaga, O. A. R.



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