05 agosto 2014

De officiis (III)

Francisco Javier Bernad Morales

Aunque en cuestiones gnoseológicas, Cicerón se atuvo al escepticismo de la Academia Nueva, en materia ética se proclamó seguidor de los estoicos, en particular de Panecio, cuyo tratado, igualmente titulado De officiis, reinterpreta y adapta a la tradición romana. Consciente de que podría reprochársele inconsecuencia por defender  de un lado la inexistencia de la verdad absoluta y de otro atreverse a formular preceptos morales, responde que, frente a la presunción de aquellos filósofos que afirman la certeza de esto o aquello, los académicos se mantienen en el ámbito de las probabilidades (II, 2). Al margen de que el argumento pueda parecer poco convincente, podemos ver en él un lejano precedente de la diferencia establecida por Kant entre la razón pura, vuelta hacia el mundo fenoménico, y la razón práctica, cuyo ámbito de acción es la moral.

Según afirma, la honestidad es el principio que debe regir todos los actos humanos. Al indagar sobre ella, establece que se alimenta de cuatro fuentes: la búsqueda de la verdad, la justicia, la firmeza de espíritu y la medida en las acciones.  De ellas, la primera tiene por objeto el hallazgo de lo verdadero y las tres restantes la conservación de lo necesario para la vida y la sociedad humana (I, 5). Más adelante, divide la segunda, en su opinión la más fecunda, en dos ramas, la justicia propiamente dicha, que impone el deber de no  hacer daño a nadie, a menos que este se cause para rechazar una agresión, y la beneficencia o generosidad, que establece la manera en que han de usarse los bienes comunes y los privados.

A continuación, se entrega a un análisis casuístico para discernir los casos en que la justicia puede obligar a infringir los principios de la lealtad y de la sinceridad, que constituyen su fundamento. Así, entre diversos ejemplos pone el caso de alguien que se ha comprometido a defender a otro en un juicio, pero de camino al tribunal recibe la noticia de que su hijo ha caído gravemente enfermo y corre de vuelta a casa. Obviamente, su cliente cometería una injusticia si le reprochara haberle abandonado. También señala que pueden cometerse injusticias tanto por atenerse al tenor literal de la ley, como por interpretar esta de manera artificiosamente sutil. No basta, empero, con no hacer mal a nadie de forma activa, pues tampoco se comportan con justicia quienes, por estar absorbidos por sus intereses privados o incluso por amor al estudio, rehúyen participar en los asuntos públicos, ya que no contribuyen con su capacidad al bien de la sociedad. Se trata de una posición radicalmente opuesta a la que tiempo después mantendrá Séneca en los últimos años de su vida, aunque posiblemente el desacuerdo se deba exclusivamente a las diferentes circunstancias en que ambos escribieron. Cicerón un unos momentos en que, aunque agonizantes, todavía se mantienen las instituciones republicanas, y Séneca en un tiempo en que estas han perdido todo contenido y en que él mismo está desengañado tras haber perdido toda influencia sobre Nerón.

En cuanto a la generosidad, al ejercitarla es preciso tener en cuenta ciertos principios. En primer lugar, es necesario que nos aseguremos de que no causaremos un perjuicio a quien deseamos favorecer o a otras personas, también debemos considerar que no debe superar nuestras posibilidades y, por último, hemos de atender a los méritos del beneficiario. Tomadas estas precauciones,  constituye un deber inexcusable socorrer a quien más necesita de nuestra ayuda y no, como hacen muchos, a aquel que en el futuro podría favorecernos (I, 15).

La firmeza de espíritu se manifiesta en el desprecio a los bienes exteriores y en el deseo de acometer empresas útiles y dificultosas. Existe un legítimo afán de gloria, cuya satisfacción no se alcanza únicamente en la vida militar. Cita en su apoyo una vieja sentencia: “Cedan las armas a la toga, los laureles del general al mérito civil”. No se trata de una mera consideración teórica, pues pone como ejemplo del más alto servicio a la República, su propia actuación al desenmascarar a Catilina ante el Senado. La gloria así conseguida es a sus ojos, equiparable, si no superior, a la alcanzada por Pompeyo en sus campañas bélicas.

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