30 marzo 2014

Las uvas de la ira (I)

Francisco Javier Bernad Morales        

Quizá parezca fuera de lugar que a estas alturas me ocupe de una novela publicada en 1939. Sin embargo, si algo caracteriza a los clásicos es una extraña capacidad para hablar a los seres humanos más allá del tiempo y de la sociedad concreta en que a estos les ha sido dado vivir. Y no cabe duda de que la obra de Steinbeck no solo conmueve, sino que también suscita reflexiones de plena actualidad.

Situémonos en los tiempos de la Gran Depresión. En los estados de las llanuras, al oeste del Misisipi, la situación se ve agravada por una sequía persistente acompañada de grandes tormentas de polvo. Es el fenómeno conocido como Dust Bowl, relacionado con perturbaciones en la circulación general atmosférica, originadas por alteraciones en la temperatura del Pacífico. Si sus efectos fueron catastróficos no se debió, sin embargo, a un mero desastre natural, sino a la manera en que este se vio agravado por la actuación humana. En primer lugar, los agricultores habían privado a la tierra de su protectora vegetación natural, sustituida por cultivos de algodón, lo que posibilitó que el viento levantara su capa superficial, arrastrando inmensas nubes de polvo.

Tormenta de polvo en Texas (1935). NOAA George E. Marsh Album, theb1365, Historic C&GS Collection

Después, años consecutivos de malas cosechas empobrecieron a los campesinos, quienes para subsistir se vieron obligados a solicitar créditos a los bancos. Dado que casi ninguno pudo devolverlos, pronto perdieron la propiedad de sus tierras, aunque las continuaron trabajando en calidad de arrendatarios. Pero esa situación fue transitoria. Los nuevos dueños comprendieron que no era rentable mantener ese sistema de explotación, cuando un solo hombre con un tractor podía realizar el trabajo de decenas de familias. Cientos de miles de personas se vieron obligadas a abandonar su lugar de residencia tras malvender sus escasas pertenencias. Eran gentes duras. Los de más edad incluso habían disputado la tierra a los indios. Cualquiera, sin inmutarse, habría descerrajado un tiro a quien hubiera intentado apoderarse de una mínima parcela de lo que consideraba suyo. Sin embargo, ante el anónimo poder de los bancos, se encontraban totalmente inermes. No se enfrentaban a alguien con quien pudieran luchar cara a cara, sino con un ente abstracto, un ser impersonal del que tan solo eran visibles empleados sin capacidad de decisión. Sentían que los engañaban, que los desposeían, pero carecían de instrumentos con que defenderse. Un rifle ahuyenta a un puma o a un coyote, es eficaz contra un intruso, puede librarnos de un merodeador, de un posible agresor, pero resulta inútil contra esos banqueros misteriosos a quienes nadie ha visto. Impotentes, con forzada resignación cargaban lo imprescindible en un camión decrépito y hacinados emprendían el largo camino de California. 

En este marco se inscribe la peripecia de la familia Joad. Expulsados de sus tierras, inician el éxodo en busca de la Tierra Prometida. Ningún Moisés les guía. Solo unos folletos de propaganda, que hablan de un lugar en el que si no mana leche y miel, abunda el trabajo, en el que un clima paradisíaco hace que fructifiquen los naranjos y en el que los propietarios de las tierras esperan ansiosos la llegada de jornaleros, pues las cosechas son tan grandes que apenas es posible recogerlas. 

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