30 agosto 2013

El rey David (5)

Francisco Javier Bernad Morales

Si la historia del ascenso de David está llena de elementos novelescos, la de sus años de madurez rebosa tensión dramática. Pasaremos por alto la narración de sus victorias militares sobre ammonitas, moabitas, idumeos, filisteos y arameos, para centrarnos en los conflictos familiares que ensombrecieron sus últimos años. Todo empieza cuando David se enamora de Betsabé, esposa de Urías el hitita, mientras este se halla lejos, combatiendo a los ammonitas. Cuando el rey se entera de que ella ha quedado embarazada, su primera idea es llamar al marido para hacerle creer que es suyo el niño que ha de nacer. A tal fin, solicita a Joab, general al mando en la campaña y de quien ya hemos hablado a propósito de la muerte de Abner, que con el pretexto de informarle de la suerte de los combates, le envíe a Urías. Sin embargo, cuando tras entrevistarse con David, este le da permiso para ir a su casa con su mujer, el hitita responde:

-El Arca, Israel y Judá moran en tiendas, y Joab, mi señor, y los oficiales de mi señor acampan en campo raso, y ¿voy yo a ir a mi casa a comer y a beber y a dormir con mi mujer? ¡Por mi vida y por vida de tu alma, yo no haré tal cosa! (2 Samuel 11, 11).

Ante esta negativa, David, tras agasajarle, envía a Urías de vuelta al campamento con una carta para Joab. En ella ordena que se situe al hitita en lo más comprometido del combate y que en lo más recio de la lucha, lo abandonen sus compañeros, a fin de que sea muerto por el enemigo. Desaparecido así Urías, David se desposa con Betsabé.

Provoca así el rey, el desagrado de Yahveh, quien le envía al profeta Natán para recriminarle la acción. Este recurre a una hermosa parábola, en la que presenta a un hombre rico dueño de grandes rebaños y a uno pobre que no tiene más que una corderilla. Ocurrió que el rico recibió una visita y no queriendo sacrificar uno de sus animales para el banquete, hizo matar al del pobre. Al escuchar esto, David estalla indignado contra quien ha obrado tan vilmente, pero Natán le hace ver que es así como él mismo se ha comportado:

-¡Tú eres ese hombre! Así ha dicho Yahveh, Dios de Israel: Yo mismo te ungí rey sobre Israel, te salvé de las manos de Saúl y te entregué la casa de tu señor, coloqué en tu seno las mujeres de tu amo e hícete dueño de la casa de Israel y de Judá; y por si fuera poco, te habría agregado tales y cuales cosas. ¿Po qué has menospreciado la palabra de Yahveh, haciendo lo que parece mal a sus ojos? Has hecho perecer a espada a Urías el hitita y a su esposa te has cogido por esposa, asesinándole mediante la espada de los ammonitas. Ahora bien, la espada no se va a apartar de tu casa en castigo de haberme tú menospreciado y haber tomado a la mujer de Urías el hitita para que venga a ser tu mujer” (2 Samuel, 12, 7-10).

Una escena como la aquí relatada, hubiera sido inconcebible en cualquier otra monarquía no ya de la época, sino incluso de tiempos muy posteriores. Ningún sacerdote o profeta de cualquiera de los reinos vencidos por David, habría osado censurar a su rey de una manera tan dura por un crimen, cometido además contra un extranjero. Las exigencias éticas de la religión de Israel superan con mucho las de los cultos naturalistas cananeos. La denuncia de los abusos cometidos por los poderosos no es una excepción, sino un componente esencial de la actividad profética.

La temprana muerte del hijo nacido de Betsabé es solo el inicio de un cúmulo de desgracias, que se desarrollarán en un crescendo trágico en los capítulos siguientes, hasta conformar un cuadro que en nada desmerece de la historia de los Átridas o de las desventuras de la casa de Edipo.

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