24 febrero 2013

El sueño de la razón

Francisco Javier Bernad Morales

En el retrato que le hiciera Goya en 1798 vemos a un Jovellanos pensativo y fatigado. No lee el papel que, con gesto desmayado, sostiene en la mano derecha, su cabeza reposa sobre el brazo izquierdo, y su mirada se dirige hacia el espectador como si quisiera comunicarle la causa de su cansancio y de su pesadumbre. Algo en el cuadro, quizá las ropas, quizá los muebles, recuerda el Capricho 43, cuyo dibujo preparatorio es de 1797. En éste el personaje, incómodamente recostado, parece vencido por el agotamiento, ajeno al animal de aspecto gatuno que le contempla y a los seres alados con apariencia de búhos y murciélagos que se aproximan amenazadores. Podemos imaginar que en el grabado se materializan los motivos de la preocupación que embarga a Jovellanos y que su mirada no alcanza a transmitir. Puede que los monstruos sean deseos oscuros e inconfesables mantenidos a raya durante la vigilia, pero que, tan pronto como se relaja el control de la conciencia, afloran prestos a derramarse por el mundo como los males encerrados en la caja de Pandora; pero es también posible que no sean sino el producto de una razón que, 
olvidada de todo límite, se sueña omnipotente. Jovellanos y Goya han sido testigos de los extravíos de una razón deificada, de los crímenes cometidos por idealistas embriagados de virtud y dispuestos a sacrificarlo todo por el bien del género humano. En el año terrible de 1794, Jovellanos había escrito a Alexander Jardine:

Jamás concurriré a sacrificar la generación presente por mejorar las futuras [...] Alabo a los que tienen valor para decir la verdad, a los que se sacrifican por ella; pero no a los que sacrifican otros entes inocentes a sus opiniones, que por lo común no son más que sus deseos personales, buenos o malos [1].

Nobles y hermosas palabras que todos deberíamos grabar en nuestro corazón.  Jovellanos supo hacerles honor. Por amor a la verdad arrostró la indigna y cruel persecución del Príncipe de la Paz, y rechazó con ejemplar dignidad los requerimientos que, en nombre de José I, le hicieran viejos amigos, ministros del último monarca ilustrado:

La causa de mi país, como la de otras provincias, puede ser temeraria; pero es a lo menos honrada, y nunca puede estar bien a un hombre que ha sufrido tanto por conservar su opinión, arriesgarla tan abiertamente cuando se va acercando el término de su vida [2].

            Después, nuevos sinsabores. Los patriotas españoles afilaban contra los franceses los cuchillos con que pronto se degollarían entre sí, y ya nadie podía escuchar, cegado el entendimiento por llamaradas de odio, los prudentes consejos del valeroso pensador asturiano. Napoleón, legítimo vástago de la Revolución, conducía hacia la muerte a los jóvenes franceses por los caminos de Europa y escarnecía la nueva idea de soberanía nacional, al repartir cetros y coronas entre hermanos y cuñados. La libertad y la igualdad, fervorosa y esperanzadamente invocadas en 1789, han devenido en uno de esos gigantescos potlatchs destructivos a que intermitentemente nos entregamos los europeos. Goya, de nuevo, nos muestra el horror de la matanza, el abismo de crueldad por el que los humanos parecemos siempre dispuestos a despeñarnos. Su testimonio es el de un sufrimiento concreto y a la vez eterno, el que padecen los seres humanos cuyas vidas, truncadas para siempre, se ofrecen en el altar insaciable de la felicidad pública. Años antes, Thomas Paine había defendido la Revolución francesa ante las críticas de Burke:

Las revoluciones que han ocurrido en otros países europeos se han visto impulsadas por el odio personal. La ira se dirigía contra el hombre, que se convertía en la víctima. Pero en el caso de Francia asistimos a una revolución regenerada en la contemplación racional de los derechos del hombre, y que distingue desde el comienzo entre las personas y los principios [3].

Es realmente lamentable que los principios y las ideas carezcan de cuello, debió pensar el débil y bondadoso Luis XVI camino del cadalso, aunque quizá le confortara el pensamiento de que a sus verdugos no les guiaba ningún resentimiento personal, y que se limitaban a aplicar de manera rigurosa los dictados de la razón y a defender los derechos del hombre. 

Por aquellas mismas fechas el abate Marchena, arrastrado quizá por la emoción, quizá llevado por la incontinencia retórica, había proclamado:

el gobierno del Pueblo es la verdadera teocracia, el verdadero gobierno de Dios [4].        

            El pueblo ocupa en la mente de estos revolucionarios empapados en Rousseau el lugar que antaño correspondiera a Dios en el delirio de los anabaptistas de Münster. Rubín de Celis se refiere al pueblo en términos que parecen reservados a la divinidad:

Sí, ciudadanos, el pueblo es siempre el dueño, siempre el poderoso, siempre el justo, siempre infalible cuando decide por sí mismo [...] [5]

            En el momento en que con énfasis un tanto grandilocuente se afirman los derechos de los individuos, surgen el pueblo y la nación como entes colectivos a los que toda individualidad debe sacrificarse. Los franceses, recién creados libres e iguales, corren a dar la vida no ya para liberar de la tiranía al resto de los hombres, sino para mayor gloria de Napoleón. La energía con que España se opone a la agresión napoleónica es del mismo tipo que la que sacudió a Francia contra la intervención extranjera en tiempos de la Convención. Recordemos una vez más a Jovellanos:

España no lidia por los Borbones ni por Fernando; lidia por sus propios derechos, derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores y independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra por su libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos [6].

            La Revolución ha desencadenado una fuerza poderosa e incontrolable. Sus pretensiones de universalidad han echado la simiente del odio entre las naciones europeas. Si en las palabras de Marchena o de Rubín de Celis aun alienta el espíritu cosmopolita de la Ilustración, y el pueblo, ese pueblo sacralizado y revestido de atributos divinos, aun puede representar al conjunto de la Humanidad; pronto pasará a hablarse de pueblo francés o español o alemán, concebidos cada uno de ellos en oposición a los demás. Si los revolucionarios de la primera hora hallaron su inspiración en la Grecia clásica y en la República Romana, sus epígonos la buscarán en los tiempos medievales e incluso prerromanos, y así, mientras que los primeros crearon un pasado universal, los segundos inventarán uno particular; cada cual a la medida del futuro deseado. El sujeto de la historia no serán los seres humanos, tampoco la Humanidad, sino las naciones, las patrias, un nuevo ídolo ávido de sangre.

            La visión ha cambiado, se ha hecho más estrecha, pero la enajenación persiste inalterada: el individuo, tal como lo expresa Rousseau, queda en todo sometido a la colectividad:

Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos [7].

            Este poder alcanza a privarle de la vida:

El que quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe también exponerse por ellos cuando sea necesario. En consecuencia, el ciudadano no es el juez del peligro a que la ley lo expone, y cuando el soberano le dice: ‘es conveniente para el Estado que tú mueras’, debe morir, ya que bajo esa condición ha vivido en seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado [8].

            La voluntad general, que encuentra su forma de expresión en el Estado, es diferente de las voluntades individuales en tanto que éstas se refieren a intereses particulares y aquélla al interés común[9]. Como señala María José Villaverde:

El poder absoluto de la colectividad se ejerce así sin misericordia contra aquél que disiente, contra todo aquél que no acepte la voluntad general, que no es la voluntad de todos ni la voluntad de la mayoría, sino un ente abstracto y metafísico que se sitúa por encima de los individuos reales y que decide por ellos [10].

Abre así Rousseau, aunque seguramente sin ser consciente de ello, una perspectiva inquietante. Aunque para él parezca que la única manera de determinar cuáles sean las necesidades y deseos colectivos consiste en la deliberación libre de todos los componentes del cuerpo político y en la sumisión a lo decidido por la mayoría, no quedan claramente establecidos los derechos de las minorías y sobre todo de los individuos. Es más, cabe pensar que no todos los seres humanos son igualmente conscientes del interés general, e incluso que algunos no lo son en absoluto, en tanto que otros, por su ciencia, intuición o algún tipo de genialidad, están especialmente capacitados para percibirlo, lo que les convierte en naturales guías de los demás. En nada de esto pensaba el filósofo ginebrino, pero eso no obsta para que sus ideas abrieran el camino a los caudillos carismáticos de tan funesto recuerdo. En ellos se ha encarnado en algún momento la voluntad general, en ellos han tomado cuerpo las aspiraciones de las masas, ese deseo de todos al que confusamente se refería Campanella. La frase “L’État c’est moi”, atribuida a Luis XIV, no alcanza pleno significado más que si la suponemos en boca de Hitler, Mussolini, Stalin o algún otro de los dictadores totalitarios de nuestro siglo.  A la postre, el totalitarismo se revela como un efecto secundario de la democracia  Así lo percibió Ortega en el momento en que la barbarie lanzaba su más feroz asalto contra la civilización europea, cuando la libertad parecía ahogarse en un desprestigio casi universal, relegada al triste papel de instrumento oxidado e inservible, años después de que Lenin espetara a Fernando de los Ríos el célebre exabrupto “libertad ¿para qué?”:

La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia [11]

En una intrascendente película de la Disney, un chimpancé es el infalible indicador de las preferencias del telespectador medio. Hitler, Stalin, Mussolini, Franco o Pétain, con su mediocridad, su grosería, sus prejuicios, su estrechez de miras y su crueldad fueron los depositarios de las inquietudes y deseos de las masas que creyeron dirigir. Durante algún tiempo en ellos se expresó de la manera más inequívoca la voluntad general.




[1]  JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Carta a Alexander Jardine. Epistolario. Barcelona. Labor. 1970. p. 90.
[2]  JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Carta a José Mª. Mazarredo. Ibidem. p 170.
[3] PAINE, Thomas. Derechos del Hombre. Madrid. Alianza Editorial. 1984. p. 44. Es preciso hacer notar que Paine se opuso a la ejecución de Luis XVI.
[4]  MARCHENA, Abate. Improvisación de un español, admitido por aclamación y con unanimidad, en el Club de los Amigos de la Constitución de Bayona. En Pan y toros y otros papeles sediciosos del siglo XVIII. De. Antonio ELORZA. Madrid. Ayuso. 1971. p. 36.
[5]  RUBÍN DE CELIS, M. Discurso sobre los principios de una constitución libre. Ibidem. p. 54.
[6] JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Carta a Francisco Cabarrús. Op. cit. p. 175.
[7] ROUSSEAU, J. J. El contrato social. Libro II, Capítulo IV. Madrid. Edaf. 1981. p. 74.
[8] Ibidem. Libro II. Capítulo V. p. 79 - 80.
[9]  “lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos como el interés común que los une”. Ibidem. Libro II. Capítulo IV. p. 76.
[10] VILLAVERDE, Mª. José. “Cosmopolitismo y patriotismo”. Claves de razón práctica. Nº 90. Marzo de 1999. p. 74.
[11]  ORTEGA Y GASSET, José. La rebelión de las masas. Madrid. Espasa Calpe. 1995. p. 79.

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