20 febrero 2013

Marxismo y teología

Jospeh Ratzinger recuerda en este texto la época de finales de los años sesenta, cuando él enseñaba en la universidad de Tubinga. Son los años del mitificado mayo del 68, un tiempo de protesta y de ilusiones, que dejó tras de sí, como lamentable herencia, un sinfín de grupúsculos izquierdistas, muchos de los cuales terminaron por recurrir al terrorismo o al menos simpatizaron con él. Aquella famosa primavera, tan ensalzada por tantos que no la conocieron, no fue sino la antesala de los años de plomo, los de las Brigadas Rojas, el IRA Provisional,  ETA, el FRAP o los GRAPO, los del asesinato de Aldo Moro y los atentados contra policías, militares, empresarios o simples trabajadores que pasaban por allí; cuyas muertes, como siglos antes las de los pecadores en el Münster enloquecido de Jan Bockelson, no eran sino un sacrificio necesario, un paso adelante en el camino de Utopía (Francisco Javier Bernad Morales).

La acogida del existencialismo en la teología, tal y como había llevado a cabo Bultmann, no había dejado incólume la teología. Como he recordado ya, en mi curso de cristología había intentado reaccionar a la reducción existencialista y aquí y allá -sobre todo, en el curso sobre Dios que había impartido inmediatamente después- había intentado ponerle contrapesos extraídos del pensamiento marxista que, precisamente por sus orígenes judeo-mesiánicos, conserva elementos cristianos. Pero la destrucción de la teología que tenía lugar a través de su politización en dirección al mesianismo marxista era incomparablemente más radical, justamente porque se basaba en la esperanza bíblica, pero la destrozaba porque conservaba el fervor religioso eliminando, sin embargo, a Dios y sustituyéndolo por la acción política del hombre. Queda la esperanza, pero el puesto de Dios es reemplazado por el partido y, por tanto, el totalitarismo de un culto ateo que está dispuesto a sacrificar toda humanidad a su falso Dios. He visto sin velos el rostro cruel de esta devoción atea, el terror psicológico, el desenfreno con que se llegaba a renunciar a cualquier reflexión moral, considerada como un residuo burgués, allí donde la cuestión era el fin ideológico. Todo esto es de por sí suficientemente alarmante, pero llega a ser un reto inevitable para los teólogos cuando se lleva adelante la ideología en nombre de la fe y se usa la Iglesia como su instrumento.

RATZINGER, Joseph. Mi vida. Madrid, Encuentro, 2005.p. 136-137. 

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