06 julio 2012

La sala número seis


Francisco Javier Bernad Morales

En estos primeros días de vacaciones, cansado aún por el ajetreo de final de curso y sin ánimo para enfrentarme a lecturas más profundas, he dado en despejar la mente retomando viejas narraciones ya casi olvidadas. Así, ha vuelto a mis manos un pequeño volumen de Chéjov, un conjunto de relatos, el más largo de los cuales, La sala número seis, alcanza una extensión que permite calificarlo como novela corta. Su brevedad no es óbice para que en ella se muevan personajes perfectamente caracterizados, capaces de transmitir no solo el ambiente de una época, sino también interrogantes perennes del alma humana. El clima opresivo de la pequeña ciudad provinciana alejada de las principales vías de comunicación, en la que los espíritus sensibles perecen ahogados por una omnipresente mediocridad, recuerda el de esa Vetusta en que la vida de Ana Ozores se marchita sin siquiera florecer.
Allí llega Andrei  Efímich para hacerse cargo del hospital, un viejo edificio abandonado a la suciedad, en el que los enfermos apenas son atendidos. El nuevo médico es un hombre joven que se toma en serio su trabajo y comprende de inmediato las deficiencias y se propone corregirlas. Pero la inercia es demasiado fuerte o quizá Andrei carece de energía para hacerle frente. Poco a poco el ímpetu le abandona y acaba por cumplir con sus obligaciones de una manera rutinaria. Solo se siente vivir cuando en la tarde retorna a su casa, atendida por una vieja sirvienta, y se entrega a la lectura mientras bebe una cerveza o un vaso de vodka.  Como es un intelectual, precisa de una filosofía para justificar su rendición. De esta manera llega a elaborar para uso personal una versión del estoicismo, con la que disfraza de ataraxia lo que no es más que abandono ante fuerzas contra las que no es capaz de luchar.
Pero casualmente un día entra en la sala número seis, el lugar más sombrío y sucio del hospital, aquel en el que están recluidos los enfermos mentales, atendidos tan solo por un enfermero brutal que no entiende otra forma de imponer lo que él considera orden, que el uso de la fuerza física. Entre los encerrados halla a Iván Dmítrich, un hombre culto de origen noble aquejado de manía persecutoria, convencido de que en cualquier momento podrían acusarle de algún delito y condenarle sin que tuviera ocasión de defenderse. Había llegado así a recelar de todo y vivir en un estado de continuo sobresalto, hasta el punto de abandonar el trabajo y rehuir todo trato humano, lo que le condujo finalmente a ser ingresado en el hospital. Es una aprensión que acecha en cualquier lugar y en cualquier época, pero que, por el momento en que fue escrito el relato, parece representar una crítica a la agobiante presencia policial en la vida rusa después del asesinato del zar reformista Alejandro II (1881). Tras el atentado, se había desencadenado una vasta campaña prolongada durante largos años, encaminada a terminar con el movimiento revolucionario, a la par que se sucedían pogromos inducidos desde el gobierno. El temor de Iván Dmítrich es absurdamente exagerado, pero no carece de fundamento.
Andrei encuentra en Iván a esa persona con la que hablar de temas elevados que durante tanto tiempo ha echado en falta. Sus visitas a la sala número seis se hacen más y más frecuentes. En ellas, el demente comienza a resquebrajar la coraza con que se ha revestido el doctor: “Desprecia el sufrimiento, pero si le cogieran un dedo con la puerta, ¡pondría el grito en el cielo!”
Es cierto. La superioridad desde la que el doctor cree observar sentimientos y pasiones no es más que un autoengaño tras  el que oculta la indiferencia que ha llegado a sentir ante el dolor ajeno. Pronto la asiduidad de su trato con Iván Dmítrich levanta sospechas, que poco a poco dejan lugar a una certeza por todos compartida: el doctor ha perdido el juicio Se inicia así proceso de degradación que le conducirá primero a la pérdida de su empleo y luego a la reclusión en la sala número seis. Al fin, al verse encerrado entre los locos, reclama la libertad con un grito de rebeldía inmediatamente secundado por su amigo. Pero ya de nada sirve. El enfermero termina con la protesta a puñetazos y Andrei Efímich muere al día siguiente.

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