29 octubre 2014

Contra los académicos (V)

Francisco Javier Bernad Morales

Como ya se indicó, la naturaleza del mal fue uno de los principales obstáculos que Agustín hubo de vencer en el camino hacia el cristianismo. Al imaginarlo como una sustancia, esto es, concederle, al igual que hacían los maniqueos, realidad ontológica, no le quedaba sino rechazar la idea de que hubiera sido creado por un Dios que, por definición, no podía ser más que bueno. Ahora bien, si el mal existe y no ha sido creado por Dios, este no es el autor de todo y no cabe atribuirle la omnipotencia. De estas cavilaciones, que el escepticismo académico no alcanzó a silenciar, le sacaron, de un lado los sermones de Ambrosio, que le mostraron una forma alegórica, inspirada en el filósofo judío Filón de Alejandría, de entender las Escrituras, y de otro, la lectura de algunos libros neoplatónicos, traducidos del griego al latín por Mario Victorino[1]. Ignoramos qué obras fueron estas, así como el nombre del amigo que se las recomendó, aunque cabe conjeturar que se tratara de algunas de Plotino, quizá una parte de las Eneadas, y algún ensayo de Porfirio. En las Confesiones (VII, 9) recuerda, posiblemente de memoria, pues reconoce que las palabras no son las mismas, aunque sí el contenido, algún pasaje, cuya proximidad al comienzo del Evangelio de Juan salta inmediatamente a la vista.

El neoplatonismo le abrió la mente a una nueva visión de lo espiritual. Ya no lo vio como algo mancillado por la proximidad con la materia y se alejó de la burda interpretación del Génesis por los maniqueos, esa en que ridiculizaban la idea de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Deja, pues, de concebir la Creación como producto de un ser maligno o un simple demiurgo, para reconocer en ella la obra divina. En cuanto al mal, pierde su categoría ontológica, para no ser sino una ausencia o privación del bien. Es la suya una interpretación del neoplatonismo muy contaminada de cristianismo. Quizá debido a que ha llegado a ella a través de Victorino, o a que lo lee con el espíritu predispuesto por las enseñanzas recibidas en la niñez, reavivadas ahora por la presencia de Mónica, su madre, y por las exhortaciones del obispo Ambrosio.

En realidad, la Creación, como tal, no ocupa lugar en el sistema de Plotino. El principio básico es el Uno indescriptible, acerca del cual nada puede ser predicado, ya que, como el Ein Sof de la Cábala, es absoluta trascendencia. De él emana el nous, espíritu o inteligencia pura, el cual, por su parte, dará origen al alma, ligada de un lado al nous y de otro a la realidad sensible. Se trata de una serie de emanaciones en las que no interviene la voluntad divina, ya que, como se ha señalado, no cabe atribuir facultades o potencias al Uno.





[1] Mario Victorino (¿300-¿382), africano como Agustín, tradujo algunas obras de Platón, de Plotino y de Porfirio. En la vejez se convirtió al cristianismo y compuso himnos a la Trinidad y obras polémicas contra Arrio.

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