02 mayo 2013

Traicionar a los clásicos

Francisco Javier Bernad Morales

Creo obligado comenzar con una declaración de principios: jamás me han gustado las adaptaciones de los clásicos. Si se me interrogara acerca de las razones de un rechazo tan visceral como incontrolado, contestaría sin dudar que me siento insultado en ellas. Adivino, no hace falta mucho esfuerzo para ello, que alguien ha decidido que la Biblia, Homero, Cervantes o Shakespeare, por poner tan solo algunos ejemplos, hablan un lenguaje tan antiguo o elevado que soy incapaz de comprenderlo, y, por tanto, llevados del más paternal de los afanes, han decidido hacérmelo asequible. Imaginemos que uno de estos bienintencionados modernizadores realizara una versión de la Escritura en que convirtiera a Caín en banquero o en político. Quizá el resultado no careciera de mérito artístico o incluso de dignidad ética, pero ¿seguiría siendo la Biblia? Mi respuesta solo puede ser  un rotundo no.

Viene esto a cuento de  una versión teatral de El coloquio de los perros, a cuya representación tuve hace pocos días la desgracia de asistir. Pequé quizá de ingenuo, pero la función se anunciaba prometedora. Nada menos que la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Els Joglars la avalaban. Sin embargo, a poco de alzarse el telón pude constatar lo infundado de mis expectativas. Lo que en la novelita de Cervantes es fina y elegante sátira, se transformaba en reiteración de procacidades adobadas con chistes de sal gruesa. Fáciles alusiones a la situación social y política actual, destinadas a arrancar la risa a un público que se diría habituado a la sutileza de Humor amarillo, alternaban con una tan disparatada como grosera exhibición de vejatorias conductas sexuales, sin que faltara alguna que otra alusión burlona, aunque no especialmente malévola, hacia la Iglesia Católica. Los responsables del desaguisado son Albert Boadella, Martina Cabanas y Ramón Fontserè, sin que se me alcance discernir el grado de culpa que corresponde a cada uno. Tampoco en realidad me importa demasiado. Me entristece, eso sí, que so pretexto de divulgar nuestras obras clásicas, las prostituyan de la manera más soez. Indiqué líneas atrás que aún en la adulteración es en ocasiones perceptible el mérito artístico o la dignidad ética. No es ese, sin embargo, el caso de esta malhadada función, en la que lo único salvable son los esfuerzos de Ramón Fontserè y Pilar Sáenz por semejar perros.

El teatro se presta más que ningún otro género literario a la mistificación, pues en él la tarea del escritor no constituye por sí sola la obra, ya que, para que esta llegue al público, se precisa un complejo montaje en el que han de intervenir muchas personas. Cada representación es fruto del trabajo de un amplio equipo, lo que facilita que en ocasiones el director se crea autorizado a excesivas libertades con el texto. Al respecto, creo significativo que en nuestro Siglo de Oro se denominara autor a quien hoy llamamos director, en tanto que al escritor del libreto se le conocía como ingenio o, más genéricamente, como poeta. En el caso que me ocupa, la situación se complica, pues Cervantes no concibió El coloquio de los perros como pieza teatral, sino como novela dialogada, destinada, por tanto, no a la puesta en escena, sino a la lectura.

Una obra se convierte en clásica cuando alcanza una categoría especial que la proyecta más allá del momento concreto que la vio nacer, en tal modo que, pese al discurrir del tiempo y a los cambios sociales, continúa suscitando emociones en los seres humanos y moviéndolos a reflexionar sobre sí mismos. En el momento en que alguien manifiesta que para hacerla inteligible precisa una adaptación, indica que ha quedado anticuada, que su voz ya no nos habla: en suma, que no es clásica. No quiero decir con esto que no puedan retomarse situaciones y personajes para construir con ellos una nueva obra. Precisamente, el hecho de presentar conflictos profundamente anclados en el alma humana, hace que una y otra vez volvamos sobre ellos. Tirso de Molina y Calderón hallan en la Biblia los argumentos de La venganza de Tamar o de Los cabellos de Absalón, pero no pretenden actualizar la tragedia de la casa de David para hacerla asequible a sus contemporáneos. Del mismo modo, no es la intención de Anouilh presentarnos una Antígona que modernice a la de Sófocles, ni la de Giraudoux enmendar a Homero. Todos ellos han realizado una tarea de creación a partir de materiales que forman parte de nuestro acervo cultural, y el fruto han sido trabajos originales presentados bajo el nombre de su autor; en ningún modo vulgarizaciones, amparadas en el prestigio de un escritor ilustre. Es justamente esto último lo realizado por Boadella y sus compañeros, con un resultado no solo chabacano, sino también aburrido. Solo queda desear que el público no achaque a Cervantes algo que muy probablemente le hubiera indignado tanto como el Quijote de Avellaneda.

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